lunes, 1 de febrero de 2010

El álbum

La vi desde la puerta del diario, apoyado en la pared, bajo la chapa con el nombre de mi abuelo, Agustín Malabia, fundador. Había venido a traer un artículo sobre la cosecha o la limpieza de las calles de Santa María, una de esas irresistibles tonterías que mi padre llama editoriales y que una vez impresas quedan macizas, apenas ventiladas por cifras, pesando sensiblemente en la tercera página, siempre arriba y a la izquierda.
Era un domingo a la tarde, húmedo y caluroso en el principio del invierno. Ella venía del puerto o de la ciudad con la valija liviana de avión, envuelta en un abrigo de pieles que debía sofocarla, paso a paso contra las paredes brillosas, contra el cielo acuoso y amarillento, un poco rígida, desolada, como si me la fueran acercando el atardecer, el río, el vals resoplado en la plaza por la banda, las muchachas que giraban emparejadas alrededor de los árboles pelados.
Ahora caminaba por el costado del Berna, más joven, más pequeña dentro del abrigo desprendido, con una curiosa agilidad de los pies que no era transmitida a las piernas, que no alteraba su dureza de estatua de pueblo.
Vásquez, el de la reventa, llegó por el corredor y se puso a mi lado, viéndome mirar, limpiándose las uñas con un cortaplumas, también prestigiado, indistintamente, por las dos palabras del nombre de mi abuelo. Encendí la pipa, esperando el momento de moverme para cruzar en diagonal la calle, rozar tal vez a la mujer, enterarme con certeza de su edad y meterme con un portazo en el automóvil, el nuevo, que mi padre me había dejado traer. Pero ella se detuvo en la esquina, ocultando con la cabeza, con la punta del gorro de lana, la jarra desteñida que alzaba en el cartel de la cervecería un gringo abigotado. Se detuvo con las rodillas juntas, sin propósito de hacerlo, simplemente porque acababa de morir el impulso que la había remolcado calle arriba.
—Debe estar un poco loca de la cabeza —dijo Vás-quez—. Hace una semana que está en el hotel, el Plaza; vino sola, dicen que cargada de baúles. Pero toda la mañana y la tarde se las pasa con esa valijita ida y vuelta por el muelle, a toda hora, a las horas en que no llegan ni salen balsas ni lanchas.
—Es fea, debe tener sus añitos —dije, y bostecé. —Según se mire, Jorgito —dictaminó con suavidad—. Más de uno se tiraría su lance —me tocó el hombro en despedida y cruzó diagonalmente, casi como yo proyectaba hacerlo, gris y pequeño, con el andar heredado de su amigo Junta, tratando de apoyar sobre el asfalto fangoso la rotundidad de un peso que no tenía. Pasó muy cerca de la mujer en la esquina del Berna, sin mover el cuello para mirarla, y entró en el negocio.
Yo sabía que no era para mí —y tal vez por nadie, ni siquiera por ella misma— que la mujer se había sosegado en la vereda, inmóvil y ocre en el centro de la tarde de domingo, agregada pasivamente al calor, a la humedad, a la nostalgia sin objeto. Pero me mantuve sin moverme, sin dejar de mirarla, hasta que la pipa estertoró vacía exactamente en el momento en que ella tuvo que adelantar un pie y descender, continuar avanzando en dirección al hotel por el desierto de la bocacalle que nos había separado y reunido, a pasos cortos y fáciles, con los que sólo se proponía marcar el transcurso del tiempo, atravesando desasida el temblor del bombo, la osadía del clarinete, el principio de la noche y los olores débiles, reticentes, de sus anticipaciones de la muerte. o Al día siguiente, de mañana, pensé que Vásquez había mentido o exagerado, o que la mujer ya no estaba en Santa María. Me vine a la ciudad en el primer ómnibus para hacerle cambiar las cuerdas a la raqueta, convencí a Hans de que era capaz de morir antes de divulgar que me había cortado el pelo un lunes de mañana, con la puerta de la peluquería cerrada, cuchicheando él y yo entre brillos de metales y espejos en la penumbra, compré tabaco para la pipa y caminé hasta el puerto.
La mujer no estaba ni vino, la balsa llegó con poca gente, con bolsas de trigo o maíz, con un colectivo despintado y viejo. Fumé paseando y después sentado en el muelle, las piernas colgadas sobre el agua. A veces, con sólo el perfil, espiaba el movimiento en los adoquines y en el portón del edificio rojo de la aduana; no supe qué era preferible estar haciendo o pensando cuando la mujer y la pequeña valija, y acaso nuevamente el abrigo de pieles, el gorro de lana, se acercaran para sorprenderme de espaldas. La balsa dio un bocinazo y se apartó del muelle a la una en punto. Todavía esperé, hambriento, asqueado de la pipa. Las bolsas y el colectivo habían quedado en el muelle; mi padre escribía un editorial sobre "¿Necesitamos importar trigo?” (Las hasta ayer tradicional-mente tierras feraces de Santa María) o sobre "Valiosa contribución a los transportes provinciales” (La labor progresiva emprendida en forma decidida por nuestra comuna).
Casi apoyada en el horizonte, diminuta, la balsa se había inmovilizado. Empecé a subir hacia la ciudad. Ya no recordaba a la mujer de la valija ni sentía amor o curiosidad por aquel llamado, aquella alusión que yo le había visto situar en el aire que nos separaba, entre la esquina del Berna y la de El Liberal. Desesperado y con hambre, tragando el gusto a fósforo de la pipa, yo iba pensando: "Una medida inconsulta, aprobada en forma inexplicable por la autoridad que nos rige, acaba de autorizar la entrada de veintisiete y medio bushels de trigo por el puerto de Santa María. Con la misma independencia de criterio que hemos puesto en juego para aplaudir la obra que lleva realizada el nuevo Concejo, debemos hoy alzar condenatoria nuestra voz insospechable”.
Desde La Nueva Italia llamé a mamá y le dije que comería en la ciudad para poder llegar a hora al colegio. Estaba seguro de que la mujer había sido rechazada o disuelta por la imbecilidad de Santa María simbolizada con exactitud por los artículos de mi padre: "Una verdadera afrenta, no trepidamos en decirlo, hecha por los señores concejales a los austeros y abnegados laborantes de las colonias circunvecinas que han fecundado con su sudor generación tras generación la envidiable riqueza de que disfrutamos”.
Cuando salimos de clase, Tito se empeñó en que tomáramos un vermouth en el Universal (no quiso ir al Plaza por miedo de encontrarse con su padre) y en hacerme creer una historia de amor con su prima segunda, la maestra; insistió en detalles plausibles, contestó con habilidad mis preguntas, era claro que había estado preparando con tiempo la confidencia. Me puse serio, me puse triste, me indigné:
—Mira —le dije, buscándole encarnizado los ojos—, tenes que casarte con ella. No hay excusas; aunque tu prima no quiera. Si es verdad lo que me dijiste, tenes que casarte. A pesar de todo; aunque la pobre tiene los tobillos gruesos como muslos, aunque frunce la boca como una vieja soltera.
Tito empezó a sonreír y a sacudir la cabeza, y estaba por decirme que todo era broma cuando me levanté y lo hice enrojecer de miedo, de duda.
—No quiero ni puedo verte hasta que te hayas comprometido. Paga porque invitaste.
Sólo me arrepentí durante tres pasos, cruzando la vereda del café, mientras escondía los cuadernos y el libro de inglés en el bolsillo del impermeable. Gordito, sonrosado, presuntuoso, servil, tal vez ahora con los ojos húmedos, idiota, mi amigo. El tiempo continuaba húmedo, tibio en las aberturas de las esquinas, indeciso en la sombra de los patios, cálido a las dos cuadras de marcha. Mientras bajaba hacia el puerto me sentí feliz contra toda mi voluntad, me puse a canturrear la marcha innominada que corona las retretas de la plaza, supuse un olor de jazmines, recordé un verano ya muy antiguo en que las quintas lanzaron toneladas de jazmines contra la ciudad, y descubrí, entreparándome, que ya tenía un pasado.
La vi desde la altura enjardinada de la rambla: la silueta creciendo al otro lado del malecón, a medida que ella avanzaba hacia la bruma del agua, mostrando y confundiendo la valija y el abrigo de invierno. Fue y vino mientras yo fumaba la pipa; a veces se detenía sobre las grandes losas del muelle, junto a la orilla, mirando la niebla y el pedazo lejano, despejado, que contenía las ruinas rosadas del palacio de Lato-rre; pero yo estaba seguro de que no esperaba nada, me sentía. Las lanchas atracaban y volvían a internarse en el río; pero ella no movía la cabeza para localizar las bocinas, no espiaba los grupos borrosos de pasajeros. Estaba allí pequeña y dura, mirando la gran nube blancuzca apoyada en las olas, inventando sorpresas, aproximaciones. Empezaba a oscurecer y a refrescar cuando se cansó y dio media vuelta, observando si todo quedaba en orden antes de cruzar rectamente el muelle.
La seguí hasta el hotel, creyendo que ella —sin volverse, sin mirarme— sentía mi presencia media cuadra atrás, y que yo le era útil, le ayudaba a subir las calles, a vivir. Caminaba dormida, sin enterarse, como lo había hecho la tarde anterior por el costado del Berna y por el costado del domingo y de la música añorante que dirigía Fitipaldi en la plaza sin más ayuda que el vaivén de sus ojos furiosos. Pero ahora la vi detenerse en cada vidriera de las dos cuadras de alrededor de la plaza: miraba, el hombro derecho contra el vidrio, torciendo apenas la cabeza, gastando exactamente medio minuto en cada una, el perfil indiferente en la agresividad de las luces que iban encendiendo, despreocupada de que le mostraran enaguas, paquetes de yerba, cañas de pescar, repuestos de tractores.
Por fin entró en el Plaza; yo continué andando hasta el club, puse tabaco en la pipa, miré la niebla que un viento frío comenzaba a desgarrar, justamente sobre la plaza, y volví. Estaba sentada en un taburete del mostrador, frente a una copa diminuta que miraba sin tocar, las dos manos protegiendo la valija que había acomodado en la falda. Me senté contra una ventana, lejos del mostrador, y me puse a revisar los cuadernos de apuntes. Ella continuaba quieta, recogida, hipnotizada por el punto de oro de la copa. Tal vez me viera por el espejo, tal vez me haya estado viendo desde que llegué al puerto con la pipa entre los dientes y un pasado recién descubierto.
Leí en el cuaderno: Why, thou wert better in thy grave that to answer with by uncovered body this extremity of the skies. Y era cierto que ella me veía por el espejo, porque cuando alcé los ojos no tuvo necesidad de volver la cabeza antes de sujetar la copita con los dedos, bajarse del taburete y venir por un camino recto que construyó milagrosamente entre las mesas, sosteniendo el líquido intacto contra el pecho, la valija separada sin esfuerzo del invisible juego de las rodillas.
Se sentó y puso la copa exactamente en el centro de la mesa; y como el mozo no me había atendido, nadie podía saber si era suya o mía. La estuvo mirando con los ojos bajos y yo empecé a conocer su cara, a llenarme de aprensiones mientras escondía el cuaderno de inglés. Estuvo, con su gorro de lana —a franjas, viejo, mal tejido— inclinado sin gracia contra una oreja, tranquila y seria, como si meditara antes de resolverse -para siempre, como si fuera imprescindible que las cosas se iniciaran con una parodia de meditación. Supe que lo único que verdaderamente importaba en su cuerpo —a pesar de mi hambre, del hambre de Tito, de voraces hambres cobardes de los amigos— era su cari 'redonda, oscura, joven y gastada, los párpados torcidos hacia . los pómulos, la gran boca raída. Después bebió el contenido de la copa de un trago, mirándome, y ya me estaba sonriendo cuando la dejó en la mesa: una constante sonrisa furiosa, a la vez desvalida y posesiva como una mirada, como si me mirara también con los dientes, con la adelgazada línea roja, el vello y las arrugas que los rodeaban.
—¿Te puedo tutear? —dijo—. Hace muchos años nos citamos para esta tarde. ¿Es verdad? No importa cuándo, porque ya ves que no pudimos olvidarlo y aquí estamos, puntuales.
La cara y además la voz. Cuando vino el mozo ella pidió otra copa y yo no quise nada; me puse a trabajar en la pipa, ruborizado, abandonándome, seguro de que ella no se burlaba, de que eran innecesarias las explicaciones. La cara, siempre, y aquella voz que actuaba como sus pies, libre e ignorada, persuasiva, sin recurrir a las pausas.
Pero todo esto es un prólogo, porque la verdadera historia sólo empezó una semana después. También es prólogo mi visita a Díaz Grey, el médico, para conseguir que me presentara al viajante de un laboratorio que se había establecido, con media docena de valijas llenas de muestras de drogas, en el primer piso del hotel, en el mismo corredor del hotel donde estaba la habitación de la mujer; y mi entrevista con el viajante, y cómo su reposado cinismo, su arremangada camisa de seda, su pequeña boca húmeda humillaron sin dolor, un mediodía, en su cuarto en desorden, las frases aprendidas de memoria que traté de repetir con indolencia. Antes de decirme que sí se estuvo riendo, casi sin ruido, en calcetines, tirado en la cama, chupando un cigarro, contándome recuerdos sucios. Bajamos juntos y explicó al gerente que yo iría todas las tardes a su habitación para ayudarlo a copiar a máquina unos informes; "Déle una llave”; me apretó la mano con fuerza, serio, como a un hombre de su edad, con un extraño orgullo en los ojos pequeños y felices.
No quise inventar otra mentira para mis padres; repetí el cuento de los informes a máquinas que me había encargado el viajante, despreocupándome del dinero que tendría que cobrar y mostrar. Todas las tardes, en cuanto terminaban las clases —y a veces antes, cuando me era posible escapar— entraba en el hotel, saludaba con una sonrisa a quien estuviera de turno atrás de la caja registradora y subía por el ascensor o la escalera. El viajante —Ernesto Maynard decían las chapitas de los muestrarios— estaba recorriendo las farmacias de la costa; durante los primeros días gasté mucho tiempo en examinar los tubos y los frascos, en leer las promesas y las órdenes de los prospectos en papel de seda, subyugado por su estilo impersonal, a veces oscuro, mesuradamente optimista. Arrimado a la puerta, escuchaba después el silencio del corredor, los ruidos del bar y la ciudad. Sucedió.
La mujer fingía siempre estar dormida y despertaba con un pequeño sobresalto, con cambiantes nombres masculinos, deslumbrada por los restos de un sueño que ni mi presencia ni ninguna realidad podrían compensar. Yo estaba hambriento y mi hambre se renovaba y me era imposible imaginarme sin ella. Sin embargo, la satisfacción de este hambre, con todas sus pensadas o inevitables complicaciones, se convirtió muy pronto, para la mujer y para mí, en un precio que necesitábamos pagar.
La verdadera historia empezó un anochecer helado, cuando oíamos llover y cada uno estaba inmóvil y encogido, olvidado del otro. Había una barra estrecha de luz amarilla en la puerta del baño y yo reconstruía la soledad de los faroles en la plaza y en la rambla, los hilos perpendiculares de la lluvia sin viento. La historia empezó cuando ella dijo de pronto, sin moverse, cuando la voz trepó y estuvo en la penumbra, medio metro encima de nosotros:
—Qué importa que esté lloviendo, aunque llueva así cien años esto no es lluvia. Agua que cae, pero no lluvia.
Había estado, también antes, la gran sonrisa invisible de la mujer, y es cierto que ella no habló hasta que la sonrisa estuvo totalmente formada y le ocupó la cara.
—Nada más que agua que cae y la gente tiene que darle un nombre. Así que en este pueblucho o ciudad le llaman lluvia al agua que cae; pero es mentira.
No pude sospechar, ni siquiera cuando llegó la palabra Escocia, qué era lo que se estaba iniciando: la voz caía suave ininterrumpida encima de mi cara. Me explicó que sólo es lluvia la que cae sin utilidad ni sentido.
—El castillo estaba en Aberdeen y era tan viejo que el viento andaba por los corredores, los salones y las escaleras. Había más viento allí que en la noche de afuera. Y la lluvia que nos había amontonado durante dos días contra la chimenea alta como un hombre, terminó por atraernos hacia las ventanas rotas. Así que no hablábamos, estábamos desde la mañana a la noche rodeando el salón, la nariz de cada uno contra el vidrio de una ventana, quietos como las figuras de piedra de una iglesia. Hasta que al tercer día, creo, Mac Gre-gor anunció que ya no llovía, que empezaría a nevar, que los caminos iban a quedar cerrados y que cada uno era dueño de pensar que esto resultaba mejor o peor que la lluvia.
Este fue el primer cuento; volvió a decirlo algunas veces, casi siempre porque yo lo pedía cuando estaba aburrido del calor de la India o del campamento de Amallan. Tal vez nadie en el mundo sepa mentir así, pensaba yo. O tal vez nadie cazó zorros hasta que ella se echó a reír, sacudiendo la cabeza, luchando sin energía con un recuerdo de desteñida vergüenza, para atar de inmediato el caballo a un árbol y esconderse con un lord o un sir o un segundón de lord en un pabellón en ruinas, revolcarse en el ineludible jergón de hojas, mientras giraba alrededor de ellos, en el paisaje cursi de esplendoroso frío que ella acababa de hacer —allí, a mi lado, sin esfuerzo, con un placer impersonal y divino—, la primera cacería de zorro que estremeció la tierra, el acordado frenesí que ella iba dirigiendo con palabras ambiciosas y marchitas: pompa, trailla, casaca, floresta, rastreador, la inútil violencia, una pequeña muerte parda.
Y en el centro de cada mentira estaba la mujer, cada cuento era ella misma, próxima a mí, indudable. Ya no me interesaba leer ni soñar, estaba seguro de que cuando hiciera los viajes que planeaba con Tito, los paisajes, las ciudades, las distancias, el mundo todo me presentaría rostros sin significado, retratos de caras ausentes, irrecuperablemente despojados de una realidad verdadera.
Estaba el hambre, siempre; pero escucharla era el vicio, más mío, más intenso, más rico. Porque nada podía compararse al deslumbrante poder que ella me había prestado, el don de vacilar entre Venecia y El Cairo unas horas antes de la entrevista, hermético, astutamente vulgar entre los doce pobres muchachos que miraban formarse palabras desconcertantes en el pizarrón y en la boca de míster Pool; nada podía sustituir los regresos anhelantes que me bastaba pedir susurrando para tenerlos, nunca iguales, alterados, perfeccionándose.
Habíamos ido de Nueva York a San Francisco —por primera vez, y lo que ella describía me desilusionó por su parecido con un aviso de bebidas en una de las revistas extranjeras que llegan al diario: una reunión en una pieza de hotel, las enormes ventanas sin cortinas abiertas sobre la ciudad de mármol bajo el sol; y la anécdota era casi un plagio de la del hotel Bolívar, en Luna—, acabábamos de "llorar de frío en la costa este y antes de que pasara un día, increíble, nos estábamos bañando en la playa”, cuando apareció el hombre.
Era ancho y bajo y yo sólo quise enterarme .de las pocas cosas que hoy siguen bastando para armarlo y sostenerlo: las cejas anchas, el cuello de la camisa brillante y rayado, una perla, el corte novedoso de las solapas. Tal vez también, aunque innecesarias, su pequeña, terca sonrisa en media luna, sus manos peludas puestas sobre la mesa como cosas traídas para exhibir y presionar y que no olvidaría al marcharse. Estaban sentados cerca del comedor, a las siete de la tarde. Ella se inclinaba sobre las copas y el cenicero, una varilla de humo le cortaba la cara; bajo las negras cejas del hombre había un plácido bochorno, la vacilación de interrumpir un elogio exaltado.
Tomé el ascensor y fui a encerrarme en el cuarto de May-nard; tirado en la cama, fumando la pipa, escuché los ruidos del corredor, leí un relato de victorias dramáticas y parciales sobre el mal de Parkinson y supe que la anemia perniciosa es una enfermedad de rubias de ojos azules. Hasta que de pronto se me ocurrió que ella podía subir acompañada por el hombre, sus pasos rápidos, ignorantes del suelo y de la meta, escoltados por tacos graves, lentos, masculinos. Bajé. Estaban en la mesa y continuaban pensando en las mismas cosas, la cara de ella hacia las cejas retintas, la del hombre hacia las manos depositadas en el mantel.
Crucé la plaza sin celos, triste y enconado, inventando presentimientos de desgracia. Doblé en Urquiza y fui hasta la ferretería. Montado en una escalera, vestido hasta los tobillos por el guardapolvo gris hierro, gris polvo, el dependiente tenía una caja de madera en las rodillas y examinaba agujeros de tuercas para enterarse de si la rosca giraba hacia la izquierda o hacia la derecha. Cuando terminaba de olerías las clasificaba.
La vieja estaba detrás del mostrador, con una pañoleta negra en los hombros, solemne, mezquina, mucho más miope que la semana anterior.
—El Tito está arriba estudiando —no contestó mi saludo, no me invitó a subir, me estuvo mirando como si sospechara que yo tenía la culpa de que su pelo gris me llenara de asco. Entonces tuve que malgastar mi sonrisa, un destello,
una especial forma del candor con dos puntos diminutos de insolencia en los ojos. Luchó un poco:
—¿Por qué no subís?
—Es un momento, gracias. Quiero pedirle un apunte.
Crucé el patio, vi detrás de una puerta a la hermana de Tito planchando; el frío estaba inmóvil, un gato negro esquivó en silencio mi patada y mi escupida. Tito escondió bajo la almohada la revista que estaba leyendo y me hizo señas de secreto y cariño antes de rebuscar en el ropero y mostrarme la botella de caña.
—Lo que sí que tengo sólo un vaso.
Estaba contento, gordito, turbado. Majestuoso, un poco melancólico, acepté con un gesto, compartí su baba, puse un codo sobre el hule devastado de la mesa, encendí la pipa con lentitud.
—Estuve leyendo otra vez el poema —dijo y alzó el vaso mugriento, adornado con flores, comprado para cepillos de dientes o infusiones de yuyos—. Y aunque vos digas, no es malo. Hay mucho humo. ¿Querés que abra la ventana?
En Santa María, cuando llega la noche, el río desaparece, va retrocediendo sin olas en la sombra como una alfombra que envolvieran; acompasadamente, el campo invade por la derecha —en ese momento estamos todos vueltos hacia el norte—, nos ocupa y ocupa el lecho del río. La soledad nocturna en el agua o a su orilla, puede ofrecer, supongo, el recuerdo, o la nada o un voluntario futuro; la noche de la llanura que se extiende puntual e indominable sólo nos permite encontrarnos con nosotros mismos, lúcidos y en presente.
—Eso no es un poema —dije con dulzura—. Le haces creer a tu padre que estás estudiando y te encerrás para leer una revista puerca que yo mismo te presté. No es un poema, es la explicación de que tuve un motivo para escribir un poema y no pude hacerlo.
—Te digo que es bueno —golpeó apenas la mesa con el puño, rebelde, emocionante.
Cuando llega la noche nos quedamos sin río y las sirenas que revibran en el puerto se transforman en mugidos de vacas perdidas y las tormentas en el agua suenan como un viento seco entre trigales, sobre montes doblados. Que cada hombre esté solo y se mire hasta pudrirse, sin memoria ni mañana; esa cara sin secretos para toda la eternidad.
—Y tu hermana se va a casar con el dependiente de la ferretería, no este año, claro, sino cuanto tu viejo no tenga más remedio que darle una habilitación. Y vos algún día te vas a poner atrás del mostrador, no para disputarle tu hermana al dependiente, como sería justo y poético, como haría yo, sino para evitar que te roben entre los dos.
Me ofreció el vaso con una sonrisa tolerante, bondadosamente cínica. Tomé un trago mientras buscaba recordar qué había venido a hacer en el altillo, junto a él, mi amigo. Acerqué un fósforo al chirrido de la pipa. Había venido para pensar, al amparo incomprensible de Tito, que yo no tenía celos del hombre de las cejas y la perla; que ella no me había mirado ni podría mirarme con aquella Enardecida necesidad de humillación que yo había entrevisto al cruzar el bar; que sólo temía, verdaderamente, perder peripecias y geografías, perder el merendero crapuloso de Ñapóles donde ella hacía el amor sobre música de mandolinas; el estudio de San Pablo donde ella ayudaba de alguna manera a un hombre trompudo y contrito a corregir la arquitectura de las zonas templadas y las cálidas. No miedo a la soledad; miedo a la pérdida de una soledad que yo había habitado con una sensación de poder, con una clase de ventura que los días no podrían ya nunca darme ni compensar.
Hubo la tarde siguiente, sin rastros del hombre, sin que ni ella ni yo aludiéramos al desencuentro del día anterior. (También era parte de mi felicidad evitar las preguntas razonables: saber por qué estaba ella en Santa María, por qué recorría el muelle con la valija.) Tal vez ella haya sido aquella tarde más protectora, más exigente, más minuciosa. Sólo es seguro que ella no estuvo, no fue nombrada, no abrazó a ningún hombre en la historia prolongada sobre el Rhin, en un barco que viajaba con mal tiempo de Maguncia a Colonia. Y las demás convicciones son dudosas: la intención de su sonrisa en la penumbra, la intensidad alarmante del frío, el amor temeroso con que ella alargaba los detalles del viaje, sus ganas de suprimir lo esencial, de confundir los significados. Sólo me dio, de todos modos, cosas que yo sabía de memoria: una balsa sobre un río, gente rubia e impávida, la siempre fallida esperanza de una catástrofe definitiva.
Y también de todos modos, mientras me vestía, me acomodaba la boina y trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo, le perdoné el fracaso, estuve trabajando en un estilo de perdón que reflejara mi turbulenta experiencia, mi hastiada madurez.
La recuerdo despeinada y conforme, dejándome marchar, ayudándome a que me fuera, despidiendo mi cuerpo flaco, mi torpeza, mis oídos.
Y así como al decirle adiós a la mujer en la tarde del viaje tempestuoso sobre el Rhin me estaba separando de mi madre, me encontré con mi padre al día siguiente, a las seis de la tarde. Estaba sentado en el mostrador del bar, vigilando la entrada con un perfil rojizo y entusiasta, seguro de que me atraparía al pasar, un poco borracho, llamándose entonces Ernesto Maynard. Sólo tuvo que mover un pulgar para atraerme.
—¿Cómo le va? —dije con mi voz más gruesa; me acomodé a su lado, puse en orden sobre mis piernas los libros y la libreta, acepté la bebida que él quiso.
Bebimos en silencio, pausados. Después él me puso una mano en el hombro, apenas, sin dominio, sin piedad. Seguiré recordándolo con amor durante años, mordiendo el habano a mi lado, apartándolo para mirar con sus ojos satisfechos y pequeños la longitud y el color de la ceniza, grueso y seguro, buscando con su grosera, simple cabeza la fórmula que no hiriera demasiado pero que contuviese a la vez aquella amargura que fortifica y enseña.
—Bueno, se mandó a mudar. Conozco toda la historia. Yo, metido en la pieza de hotel o viajando por la costa, convenciendo a médicos, dentistas, boticarios y curanderos. Puedo vender cualquier cosa, lo supe desde siempre, desde que era más chico que vos, es un don. Trabajando duro. Pero nunca se me escapó un chisme. Los adivino antes de que empiecen a formarse; todos los cuernos, todos los abortos, todas las estafas. Se fue esta mañana, o, mejor dicho, no volvió desde anoche. Dejó una carta pidiendo que le guarden el baúl, que va a volver a buscarlo y a pagar el saldo de la cuenta, unos trescientos pesos. Nada más que el baúl; y debe estar lleno de piedras, o de ropas viejas o de cuentas de otros hoteles. Yo sabía también que a las seis y cuarto ibas a llegar al hotel. Te esperé para decirte, sin vueltas, que esa mujer no vuelve más y que no importa que no vuelva. Y que no es posible que vivas como todos estos pobres tipos que compran las camisas, o se las compran las esposas, en La Moderna y eligen los trajes en el catálogo de Gath y Chaves. Esperando que les caigan mujeres y negocios, o ya no esperando nada. Tenes que disparar. Algún día, quién te dice, me vas a dar las gracias.
Le di las gracias y salí, sabiendo de verdad por primera vez que no tenía con quien estar. Aquella noche traté de rehacer el mundo, cada lugar que ella me había dado, cada fábula. Dejé de recordar su cara en cuanto hubo luz en la ventana.
Y tampoco servía pedir prestado el dinero. Fui de mañana al banco y dejé cinco pesos en mi cuenta de ahorros; fui a lo de Salem y empeñé el reloj que había heredado de mi hermano (muda y melodramática mi cuñada lo desprendió de la muñeca de mi hermano muerto). Antes de mediodía estuve plantado frente a la caja registradora del hotel, lleno de dinero, de poder, de una oscura necesidad de ofensa y desgaste. Expliqué que la mujer me había hecho llegar los trescientos pesos para rescatar el baúl; me dieron un recibo, me hicieron firmar otro: "Por Carmen Méndez”. Arreglé con Tito para que lleváramos el baúl al garaje de la ferretería cuando sus padres durmieran. Durante todo el día estuve pensando en el doctor Díaz Grey, imaginando que todo esto lo estaba haciendo por él, por el impreciso prestigio de la caballerosidad que él representaba en el pueblo, pequeño, bien vestido, desterrado, exagerando con ternura la renguera que apoyaba en el bastón.
Así que agotado y orgulloso, veinticuatro horas después que la mujer dejara Santa María, me encerré con Tito en el garaje y destapamos una botella mientras conversábamos de noches de bodas y de las repercusiones de las muertes, sentados en el baúl, golpeándolo suavemente con los tacos. Cuando la botella estuvo por la mitad y él me pidió que no habláramos del cuerpo de su hermana, rompí el candado y fuimos extrayendo ropas sucias e inservibles, sin perfumes, con olor a uso, a sudor y encierro, revistas viejas, dos libros en inglés y un álbum con tapas de cuero y las iniciales C.M. En cuclillas, envejecido, tratando de manejar la pipa con evidente soberbia, vi las fotografías en que la mujer —menos joven y más crédula a medida que iba pasando rabioso las páginas— cabalgaba en Egipto, sonreía a jugadores de golf en un prado escocés, abrazaba actrices de cine en un cabaret de California, presentía la muerte en el ventisquero del Rúan, hacía reales, infamaba cada una de las historias que me había contado, cada tarde en que la estuve queriendo y la escuché.



Juan Carlos Onetti

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