sábado, 6 de octubre de 2012

Febrero o marzo - Rubem Fonseca



La condesa Bernstroff usaba una boina de la que colgaba una medalla del káiser. Era vieja, pero podía decir que era una mujer joven y lo decía. Decía: pon la mano aquí, en mi pecho, y ve cómo está duro. Y el pecho era duro, más duro que el de las muchachas que yo conocía. Ve mi pierna, decía, cómo está dura. Era una pierna redonda y fuerte, con dos músculos salientes y sólidos. Un verdadero misterio. Explíqueme ese misterio, le preguntaba, borracho y agresivo. Esgrima, explicaba la condesa, formé parte del equipo olímpico austríaco de esgrima —pero yo sabía que ella mentía.
Un miserable como yo no podía conocer a una condesa, ni aunque fuese falsa; pero ésta era verdadera; y el conde era verdadero, tan verdadero como el Bach que oía mientras tramaba, por amor a los esquemas y al dinero, su crimen.
Era de mañana, el primer día del carnaval. He oído decir que ciertas personas viven de acuerdo a un plan, saben todo lo que les va a ocurrir durante los días, los meses, los años. Parece que los banqueros, los amanuenses de carrera y otros hombres organizados hacen eso. Yo —yo vagué por las calles, mirando a las mujeres. Por la mañana no hay mucho que ver. Me detuve en una esquina, compré una pera, la comí y empecé a ponerme inquieto. Fui a la academia.
De eso me acuerdo muy bien: comencé con un supino de noventa kilos, tres veces ocho. Se te van a salir los ojos, dijo Fausto, dejando de mirarse en el espejo grande de la pared y espiándome mientras sumaba los pesos de la barra. Voy a hacer cuatro series por pecho, de caballo, y cinco para el brazo, dije, serie de masa, hijo, para hombre, voy a hinchar.
Y comencé a castigar el cuerpo, con dos minutos de intervalo entre una serie y la otra para que el corazón dejara de latir tan fuerte y para poder mirarme en el espejo y ver el progreso. Hinché: cuarenta y dos de brazo, medidos con la cinta métrica.
Entonces Fausto explicó: iré vestido de marica y también Sílvio, y Toão, y Roberto, y Gomalina. Tú no quedas bien de mujer, tu cara es fea, tú vas en el grupo de choque, tú, el Ruso, Bebeto, Paredón, Futrica y João. La gente nos rodeará pensando que somos putas, nosotros cuchichearemos con voz fina, cuando ellos quieran manosear, nosotros, y ustedes si fuera necesario, pondremos la maldad para golpear y hacemos un carnaval de palazos hacia todos lados. Vamos a acabar con todo lo que sea grupos de criollos, hasta en el pito les daremos, para hacernos valer. ¿Qué dices, te esperamos?
Silvio ya se vestía de marica, se pintaba los labios con bilé. El año pasado, decía, una mujer de las pampas puso un papelito en mi mano, con un teléfono; casi todas putas, pero había una que era mujer de un chulo, anduve con ella más de seis meses, me dio un reloj de oro.
Ella pasaba, dijo el Ruso, y volvía la cabeza hacia todo lo que fuera mujer. No había mujer que no mirara a Silvio en la calle. Debería ser artista de cine.
¿Entonces? ¿Nos encuentras?, insistió Fausto.
A esas alturas el conde Bernstroff y su mayordomo ya debían haber hecho planes para aquella noche. Ni yo, ni la condesa sabíamos nada; ni yo mismo sabía si habría de salir partiéndole la cara a personas que no conocía. El lado ruin del sujeto es no ser banquero ni amanuense del Ministerio de Hacienda.
Por la tarde, sábado, la ciudad aún no estaba animada. Los cinco maricas se contoneaban sin entusiasmo y sin gracia. Los grupos en la ciudad se forman así: una batería con algunos sordos, varias cajas y tamborcitos y a veces una cuíca, salen golpeando por la calle, los sucios van llegando, juntándose, cantando, abultándose y el grupo crece.
Salió un grupo frente a nosotros. Seis individuos descalzos, caminando lentamente, mientras golpeaban a coro. Moreno, mi moreno sabroso, préstame tu tambor, dijo Silvio. Los hombres se detuvieron y pensaron, y cambiaron de pensamiento, la mano de Silvio agarró por el pescuezo a uno de ellos, dame ese tambor, hijo de puta. Como un rayo los maricas cayeron encima del grupo. ¡Sólo en el pecho!, ¡sólo en el pecho!, gritaba Silvio, que están flacos. Aun así uno quedó en el suelo, caído de espaldas, un pequeño tambor en la mano cerrada. Un golpe de Silvio podía reventar la puerta del departamento, de la sala y de los cuartos juntos.
Teníamos varios tambores, que golpeábamos sin ritmo. La cuíca, como nadie sabía tocarla, Ruso la reventó de una patada. Una sola patada, en el mero centro, la hizo pedazos. Después Ruso anduvo diciendo que su mano se había hinchado de golpear la cara de un vago tiñoso en la plaza Once. Yo no lo se, pues no fui a la plaza Once, luego de aquello que ocurrió en el terraplén me separé del grupo y acabé encontrando a la condesa, pero creo que su mano se hinchó al reventar la cuíca, pues la cara de un vagabundo no le hincha la mano a nadie.
Una mujer había llegado y dijo, llévenme con ustedes, nunca he visto tantos hombres hermosos juntos; y se agarraba de nosotros, nos enterraba las uñas. Fuimos al terraplén y ella decía, jódeme, pero no me maltrates, con cariño, como si estuviera hablando al novio; y eso se lo dijo al tercero, y al cuarto sujeto que entró, que anduvo con ella; pero a mí, estirando la mano de uñas sucias y pintadas de rojo, me dijo, hombre guapo, mi bien —y rió, una risa limpia; no pude hacer nada, y vestí a la mujer, tiré el atomizador de perfume que olía, y dije para que todos me oyeran, basta, y vi los ojos azules pintados de Silvio y le dije, bajo, la voz saliendo del fondo, ruin— basta. El Ruso agarró a Silvio con fuerza, los tríceps saltando como si fueran yunques. Se va a llevar a la mujer, dijo Silvio, empujando el pecho; pero todo quedó en eso; me llevé a la mujer.
Fui caminando con ella por la orilla del mar. Al principio ella cantaba, luego se calló. Entonces le dije, ahora vete a tu casa, ¿me oyes?, si te encuentro vagando por ahí te rompo los cuernos, ¿entendiste?, te voy a seguir, si no haces lo que te estoy ordenando te vas a arrepentir —y agarré su brazo con toda mi fuerza, de manera que le quedase doliendo los tres días del carnaval y una semana más marcado. Gimió y dijo que sí, y se fue caminando, yo siguiéndola, en dirección al tranvía, atravesó la calle, tomó el tranvía que venía vacío de regreso de la ciudad, me miró, yo hacía muecas feas, el tranvía se fue, ella tirada en un banco, un bulto.
Volví a la playa, con ganas de ir a casa, pero no a mi casa, pues mi casa era un cuarto y en mi cuarto no había nadie, sólo yo mismo. Me fui caminando, caminando, atravesé la calle, comenzó a caer una llovizna y por donde yo estaba no había carnaval, sólo edificios elegantes y silenciosos.
Fue entonces que conocí a la condesa. Apareció en la ventana gritando y yo no sabía que ella era condesa ni nada. Gritaba palabras de auxilio, pero sonaba extraño. Corrí al edificio, la portería estaba vacía: volví a la calle pero ya no había nadie en la ventana; calculé el piso y subí por el elevador.
Era un edificio de lujo, lleno de espejos. El elevador se detuvo, toqué el timbre. Un hombre vestido con rigor abrió la puerta. ¿Sí, qué desea?, mirándome con aire de superioridad. Hay una mujer en la ventana pidiendo socorro, dije. Me miró como si hubiera dicho una grosería —¿socorro?, ¿aquí? Insistí, sí, aquí, en su casa. Soy el mayordomo, dijo. Aquello sacó a flote mi autoridad, nunca en mi vida había visto un mayordomo. Está usted equivocado, dijo y ya me disponía a irme cuando apareció la condesa, con un vestido que en aquella ocasión pensé que era un vestido de baile, aunque después supe que era ropa de dormir. Yo fui, sí, pedí socorro, entre, por favor, entre.
Me llevó de la mano mientras me decía, usted me hará un gran favor, revisar la casa, hay una persona escondida aquí dentro que quiere hacerme mal, no tenga miedo, no, es tan fuerte, tan joven, voy a hablarte de tú. Soy la condesa Bernstroff.
Empecé a revisar la casa. Tenía salones enormes, llenos de luces, pianos, cuadros en las paredes, candiles, mesitas y jarras y jarrones y estatuas y sofás y sillas enormes en las que cabían dos personas. No vi a nadie, hasta que, en una sala más chica donde un tocadiscos tocaba música muy alto, un hombre en bata de terciopelo se levantó cuando abrí la puerta y dijo despacio, colocándose un monóculo en el ojo, buenas noches.
Buenas noches, dije. Conde Bernstroff, dijo él, extendiendo la mano. Después de mirarme un poco sonrió, pero no para mí, para sí mismo. Con permiso, dijo, Bach me transforma en un egoísta, y me dio la espalda y se sentó en una butaca, la cabeza apoyada en la mano.
Si he de ser franco, quedé confundido, aún ahora estoy confundido, pues ya olvidé muchas cosas, la cara del mayordomo, la medalla del káiser, el nombre de la amiga de la condesa, con quien me acosté en la cama, junto con la condesa, en el departamento del Copacabana Palace. Además, antes de que saliéramos, ella me dio una botella llena de Canadian Club que me bebí casi por completo dentro del carro cuando íbamos al Copacabana, sintiéndome como un lord: pero bajé derechito del carro y subimos al departamento y tengo la impresión de que los tres nos divertimos bastante en el cuarto de la amiga de la condesa, pero de esa parte me olvidé completamente.
Desperté con dolor de cabeza y dos mujeres en la cama. La condesa quería ir a su casa para enseñarme un animal que la quería morder y que había invadido su casa y que ella tenía encerrado dentro del piano de cola. Volvimos en taxi, no sé ni que horas eran pues no tenía hambre y lo mismo podían ser las diez como las tres de la tarde. Fue directamente al piano de cola y no encontró nada. Debí enseñártelo ayer, decía, ahora ellos lo han sacado de aquí, son muy inteligentes, son diabólicos. ¿Qué animal era ése?, pregunté, el terrible dolor de cabeza no me dejaba pensar bien, apenas podía abrir los ojos. Es una especie de cucaracha grande, dijo la condesa, con un aguijón de escorpión, dos ojos saltones y patas de escarabajo. No lograba imaginar un animal así, y se lo dije. La condesa se sentó en una de las cincuenta mesitas que había en la casa y dibujó el animal, una cosa muy extraña, en un papel de seda azul, que doblé y guardé en el bolsillo y lo perdí. He perdido muchas cosas en mi vida, pero la cosa que más lamento haber perdido es el dibujo del animal que la condesa hizo y me pongo triste sólo de pensar en eso.
La condesa me afeitaba cuando apareció el conde, con el monóculo y diciendo buenos días. La condesa afeitaba mejor que cualquier barbero; una navaja afilada que rozaba la cara como si fuera una esponja, y luego me hizo masaje en la cara con un líquido perfumado; el masaje en mi trapecio y en mis deltoides mejor que el de Pedro Vaselina, el de la academia. El conde miraba todo esto con cierto desinterés, diciendo, debes simpatizarle mucho como para que te haga la barba, hace años que no me la hace a mí. A eso la condesa respondió irritada: tú sabes muy bien por qué; el conde se encogió de hombros como si no supiera nada y se alejó, desde la puerta me dijo, me gustaría hablar contigo después.
Cuando el conde salió la condesa me dijo: quiere comprarte, compra a todo el mundo, su dinero se está acabando, pero aún tiene algo, muy poco, y eso lo desespera aun más, pues el tiempo pasa y yo no me muero, y si no me muero él se queda sin nada, pues no le doy más dinero; ya está viejo, ¿cuántos años crees que tiene?, podría ser mi padre, dentro de poco no podrá beber, se quedará sordo y no podrá oír música; el tiempo, después de mí, es su mayor enemigo; ¿viste cómo me mira? Un ojo frío de pez cazador, esperando un momento para liquidar sin misericordia a su presa; tú entiendes, un día me arrojan por la ventana, o me inyectan mientras esté dormida y luego ni quien se acuerde de mí y él coge todo mi dinero y vuelve a su tierra a ver la primavera y las flores del campo que tanto me pidió, con lágrimas en los ojos, que quería volver a ver; lágrimas fingidas, lo sé, su labio ni temblaba; y yo podría irme, abandonarlo, sin nada, sin oportunidad para sus planes siniestros, un pobre diablo; hasta creo que está empezando a quedarse sordo, la música que oye la sabe de memoria y quizá por eso ni se ha dado cuenta que se está quedando sordo —y la condesa se alejó diciendo que algo ocurriría uno de esos días y que estaba muy horrorizada y que nunca se había sentido tan excitada en toda su vida, ni siquiera cuando fue amante del príncipe Paravicini, en Roma.
Fui a buscar al conde mientras la condesa tomaba un baño. Me preguntó con delicadeza, pero de manera directa, como quien quiere tener una conversación corta, dónde ganaba yo mi dinero. Le expliqué, también brevemente, que para vivir no es necesario mucho dinero; que ganaba mi dinero aquí y allá. Se ponía y quitaba el monóculo, mirando por la ventana. Continué: En la academia hago ejercicio gratis y ayudo a João, el dueño, que además me da un dinerito; vendo sangre al banco de sangre, no mucha para no perturbar el ejercicio, pero la sangre es bien pagada y el día que deje de hacer ejercicio voy a vender más y quizás viva de eso, o principalmente de eso. En ese momento el conde estaba muy interesado y quiso saber cuántos gramos vendía, si no me quedaba tonto, cuál era mi tipo de sangre y otras cosas. Después el conde me dijo que tenía una propuesta muy interesante que hacerme y que si la aceptaba nunca más tendría que vender sangre, a no ser que ya estuviera enviciado con eso, lo que él entendía, pues respetaba todos los vicios.
No quise oír la propuesta del conde, no dejé que la hiciera; a fin de cuentas yo había dormido con la condesa, estaría mal que me pasara al otro bando. Le dije, nada de lo que usted pueda darme me interesa. Tengo la impresión de que se molestó con lo que le dije, pues se alejó de mí y se quedó viendo por la ventana, un largo silencio que me puso inquieto. Por eso, continué, no le ayudaré a hacer ningún mal a la condesa, no cuente conmigo para eso. ¿Pero cómo?, exclamó, tomando el monóculo con delicadeza en la punta de los dedos como si fuera una hostia, pero si yo sólo quiero su bien, quiero ayudarla, ella me necesita, y también a usted, déjeme explicarle todo, parece que hay una gran confusión, déjeme explicarle, por favor.
No lo dejé. Me fui. No quise explicaciones. A fin de cuentas, de nada servían.


Proyecto Parábola: Servicios editoriales

lunes, 22 de marzo de 2010

Elias Nandino

I
Antes me vengaba
de todo.
Ahora no me vengo
con nadie.

II
Es que hace tanto tiempo
de la última vesz,
que ahora, francamente,
ya no sé qué escoger.

IV
Yo te ofrecí
que lo nuestro
fuera en serio
pero no en serie.

VII
Palo dado
ni Dios lo quita
y más fácil es
que se repita.

IX
A caminar de prisa
ya no me atrevo
porque me pasa ahora
lo que las gallinas
que cada pisada
les cuesta un huevo.

XI
Sé que te gustó
y tú sabes que me encantas.
Pero no entiendo por qué causa,
en cuanto logramos
estar juntos y solos
algo nos separa....

.............................................
Mejor vamos hablando
porque en silencio sólo
nos lamentamos.

No dejes para mañana
lo que puedas coger hoy.

Si le sigues haciendo al mar muerto, yo me paro
y le haré al mar ido.

martes, 2 de febrero de 2010

Las dos Elenas

A José Luis Cuevas


- NO SE DE DONDE LE SALEN ESAS IDEAS A ELENA. Ella no fue educada de ese modo. Y usted, tampoco, Víctor. Pero el hecho es que el matrimonio la ha cambiado. Sí, no cabe duda. Creí que le iba a dar un ataque a mi marido. Esas ideas no se pueden defender, y menos a la hora de la cena. Mi hija sabe muy bien que su padre necesita comer en paz. Si no, en seguida, le sube la presión. Se lo ha dicho el médico. Y después de todo, este médico sabe lo que dice. Por algo cobra a doscientos pesos la consulta. Yo le ruego que hable con Elena. A mí no me hace caso. Dígale que le soportamos todo. Que no nos importa que desatienda su hogar por aprender francés. Que no nos importan esas medias rojas de payaso. Pero que a la hora de la cena le diga a su padre que una mujer puede vivir con dos hombres para complementarse... Víctor, por su propio bien usted debe sacarle esas ideas de la cabeza a su mujer.
Desde que vio Jules e Jim en un cine-club, Elena tuvo el duende de llevar la batalla a la cena dominical con sus padres – la única reunión obligatoria de la familia -. Al salir del cine, tomamos el MG y nos fuimos a cenar al Coyote Flaco en Coyoacán. Elena se veía, como siempre, muy bella con el suéter negro y la falda de cuero y las medias que no le gustan a su mamá. Además, se había colgado una cadena de oro de la cual pendía un tallado en jadeíta que, según un amigo antropólogo, describe al príncipe Uno Muerte de los mixtecos. Elena, que es siempre tan alegre y despreocupada, se veía, esa noche, intensa: los colores se le habían subido a las mejillas y apenas saludó a los amigos que generalmente hacen tertulia en ese restaurant un tanto gótico. Le pregunté qué deseaba ordenar y no me contestó; en vez, tomó mi puño y me miró fijamente. Yo ordené dos pepitos con ajo mientras Elena agitaba su cabellera rosa pálida y se acariciaba el cuello:

- Víctor, nibelungo, por primera vez me doy cuenta que ustedes tienen razón en ser misóginos y que nosotras nacimos para que nos detesten. Ya no voy a fingir más. He descubierto que la misoginia es la condición del amor. Ya sé que estoy equivocada, pero mientras más necesidades exprese, más me vas a odiar y más me vas a tratar de satisfacer. Víctor, nibelungo, tienes que comprarme un traje de marinero antiguo como el que saca Jeanne Moreau.
Yo le dije que me parecía perfecto, con tal de que lo siguiera esperando todo de mí. Elena me acarició la mano y sonrió.
- Ya sé que no terminas de liberarte, mi amor. Pero ten fe. Cuando acabes de darme todo lo que yo te pida, tú mismo rogarás que otro hombre comparte nuestras vidas. Tú mismo pedirás ser Jules. Tú mismo pedirás que Jim viva con nosotros y soporte el peso. ¿No lo dijo el Güerito? Amémonos los unos a los otros, cómo no.
Pensé que Elena podría tener razón en el futuro; sabía después de cuatro años de matrimonio que al lado suyo todas las reglas morales aprendidas desde la niñez tendían a desvanecerse naturalmente. Eso he amado siempre en ella: su naturalidad. Nunca niega una regla para imponer otra, sino para abrir una especie de puerta, como aquellas de los cuentos infantiles, donde cada hoja ilustrada contiene el anuncio de un jardín, una cueva, un mar a los que se llega por la apertura secreta de la página anterior.
- No quiero tener hijos antes de seis años – dijo una noche, recostada sobre mis piernas, en el salón oscuro de nuestra casa, mientras escuchábamos discos de Cannonball Adderley; y en la misma casa de Coyoacán que hemos decorado con estofados policromos y máscaras coloniales de ojos hipnóticos: Tú nunca vas a misa y nadie dice nada.

- Yo tampoco iré y que digan lo que quieran; y en el altillo que nos sirve de recámara y que en las mañanas claras recibe la luz de los volcanes: - Voy a tomar el café con Alejandro hoy. Es un gran dibujante y se cohibiría si tú estuvieras presente y yo necesito que me explique a solas algunas cosas; y mientras me sigue por los tablones que comunican los pisos inacabados del conjunto de casas que construyo en el Desierto de Leones: - Me voy diez días a viajar en tren por la República; y al tomar un café apresurado en el Tirol a media tarde, mientras mueve los dedos en señal de saludo a los amigos que pasan por la calle Hamburgo: - Gracias por llevarme a conocer el burdel, nibelungo. Me pareció como de tiempos de Toulouse-Lautrec, tan inocente como un cuento de Maupassant. ¿Ya ves? Ahora averigüé que el pecado y la depravación no están allí, sino en otra parte; y después de una exhibición privada de El ángel exterminador: - Víctor, lo moral es todo lo que da la vida y lo inmoral lo que quita la vida, ¿verdad que sí?
Y ahora lo repitió, con un pedazo de sandwich en la boca: - ¿Verdad que tengo razón? Si un ménage à trois nos da vida y alegría y nos hace mejores en nuestras relaciones personales entre tres de lo que éramos en la relación entre dos, ¿verdad que eso es moral?
Asentí mientras comía, escuchando el chisporroteo de la carne que se asaba a lo largo de la alta parrilla. Varios amigos cuidaban de que sus rebanadas estuvieran al punto que deseaban y luego vinieron a sentarse con nosotros y Elena volvió a reír y a ser la de siempre. Tuve la mala idea de recorrer los rostros de nuestros amigos con la mirada e imaginar a cada uno instalado en mi casa, dándole a Elena la porción de sentimiento, estímulo, pasión o inteligencia que yo, agotado en mis límites, fuese capaz de obsequiarle.

Mientras observaba este rostro agudamente dispuesto a escuchar (y yo a veces me canso de oírla), ése amablemente ofrecido a colmar las lagunas de los razonamientos (yo prefiero que su conversación carezca de lógica o de consecuencias), aquél más inclinado a formular preguntas precisas y, según él, reveladoras (y yo nunca uso la palabra, sino el gesto o la telepatía para poner a Elena en movimiento), me consolaba diciéndole que, al cabo, lo poco que podrían darle se lo darían a partir de cierto extremo de mi vida con ella, como un postre, un cordial, un añadido. Aquél, el del peinado a lo Ringo Starr, le preguntó precisa y reveladoramente por qué seguía siéndome fiel y Elena le contestó que la infidelidad era hoy una regla, igual que la comunión todos los viernes antes, y lo dejó de mirar. Ése, el del cuello de tortuga negro, interpretó la respuesta de Elena añadiendo que, sin duda, mi mujer quería decir que ahora la fidelidad volvía a ser la actitud rebelde. Y éste, el del perfecto saco eduardiano, sólo invitó con la mirada intensamente oblicua a que Elena hablara más: él sería el perfecto auditor. Elena levantó los brazos y pidió un café express al mozo.
Caminamos tomados de la mano por las calles empedadras de Coyoacán, bajo los fresnos, experimentando el contraste del día caluroso que se prendía a nuestras ropas y la noche húmeda que, después del aguacero de la tarde, sacaba brillo a nuestros ojos y color a nuestras mejillas. Nos gusta caminar, en silencio, cabizbajos y tomados de la mano, por las viejas calles que han sido desde el principio, un punto de encuentro de nuestras comunes inclinaciones a la asimilación. Creo que de esto nunca hemos hablado Elena y yo. Ni hace falta.

Lo cierto es que nos da placer hacernos de cosas viejas, como si las rescatáramos de algún olvido doloroso o al tocarlas les diéramos nueva vida o al buscarles el sitio, la luz y el ambiente adecuados en la casa, en realidad nos estuviéramos defendiendo contra un olvido semejante en el futuro. Queda esa manija con fauces de león que encontramos en una hacienda de los Altos y que acariciamos al abrir el zaguán de la casa, a sabiendas de que cada caricia la desgasta; queda la cruz de piedra en el jardín, iluminada por una luz amarilla, que representa cuatro ríos convergentes de corazones arrancados, quizás, por las mismas manos que después tallaron la piedra, y quedan los caballos negros de algún carrusel hace tiempo desmontado, así como los mascarones de proa de bergantines que yacerán en el fondo del mar, si no muestran su esqueleto de madera en alguna playa de cacatúas solemnes y tortugas agonizantes.
Elena se quita el suéter y enciende la chimenea, mientras yo busco los discos de Cannonball, sirvo dos copas de ajenjo y me recuesto a esperarla sobre el tapete. Elena fuma con la cabeza sobre mis piernas y los dos escuchamos el lento saxo del Hermano Lateef, a quien conocimos en el Gold Bug de Nueva York con su figura de brujo congolés vestido por Disraeli, sus ojos dormidos y gruesos como dos boas africanas, su barbilla de Svengali segregado y sus labios morados unidos al saxo que enmudece al negro para hacerlo hablar con una elocuencia tan ajena a su seguramente ronco tartamudeo de la vida diaria, y las notas lentas, de una plañidera afirmación, que nunca alcanzan a decir todo lo que quieren porque sólo son, de principio a fin, una búsqueda y una aproximación llenas de un extraño pudor, le dan un gusto y una dirección a nuestro tacto, que comienza a reproducir el sentido del instrumento de Lateef: puro anuncio, puro preludio, pura limitación a los goces preliminares que, por ello, se convierten en el acto mismo.

- Lo que están haciendo los negros americanos es voltearle el chirrión por el palito a los blancos – dice Elena cuando tomamos nuestros consabidos lugares en la enorme mesa chippendale del comedor de sus padres –. El amor, la música, la vitalidad de los negros obligan a los blancos a justificarse. Fíjense que ahora los blancos persiguen físicamente a los negros porque al fin se han dado cuenta de que los negros los persiguen sicológicamente a ellos.
- Pues yo doy gracias de que aquí no haya negros – dice el padre de Elena al servirse la sopa de poro y papa que le ofrece, en una humeante sopera de porcelana, el mozo indígena que de día riega los jardines de la casota de las Lomas.
- Pero eso qué tiene que ver, papá. Es como si los esquimales dieran gracias por no ser mexicanos. Cada quien es lo que es y ya. Lo interesante es ver qué pasa cuando entramos en contacto con alguien que nos pone en duda y sin embargo sabemos que nos hace falta. Y que nos hace falta porque nos niega.
- Anda, come. Estas conversaciones se vuelven más idiotas cada domingo. Lo único que sé es que tú no te casaste con un negro, ¿verdad? Higinio, traiga las enchiladas.
Don José nos observa a Elena, a mí y a su esposa con aire de triunfo, y doña Elena madre, para salvar la conversación languideciente, relata sus actividades de la semana pasada, yo observo el mobiliario de brocado color palo-de-rosa, los jarrones chinos, las cortinas de gasa y las alfombras de piel de vicuña de esta casa rectilínea detrás de cuyos enormes ventanales se agitan los eucaliptos de la barranca.
José sonríe cuando Higinio le sirve las enchiladas copeteadas de crema y sus ojillos verdes se llenan de una satisfacción casi patriótica, la misma que he visto en ellos cuando el Presidente agita la bandera el 15 de septiembre, aunque no la misma – mucho más húmeda – que los enternece cuando se sienta a fumar un puro frente a su sinfonola privada y escucha boleros. Mis ojos se detienen en la mano pálida de doña Elena, que juega con el migajón de bolillo y recuenta, con fatiga, todas las ocupaciones que la mantuvieron activa desde la última vez que nos vimos. Escucho de lejos esa catarata de idas y venidas, juegos de canasta, visitas al dispensario de niños pobres, novenarios, bailes de caridad, búsqueda de cortinas nuevas, pleitos con las criadas, largos telefonazos con los amigos, suspiradas visitas a curas, bebés, modistas, médicos, relojeros, pasteleros, ebanistas y enmarcadores. He detenido la mirada en sus dedos pálidos, largos y acariciantes, que hacen pelotitas con la migaja.
- ... les dije que nunca más vinieran a pedirme dinero a mí, porque yo no manejo nada. Que yo los enviaría con gusto a la oficina de tu padre y que allí la secretaria los atendería ...
... la muñeca delgadísima, de movimientos lánguidos, y la pulsera con medallones del Cristo del Cubilete, el Año Santo en Roma y la visita del Presidente Kennedy, realzados en cobre y en oro, que chocan entre sí mientras doña Elena juega con el migajón ...
- ... bastante hace una con darles su apoyo moral, ¿no te parece? Te busqué el jueves para ir juntas a ver el estreno de Diana. Hasta mandé al chofer desde temprano a hacer cola, ya ves qué colas hay el día del estreno ...

... y el brazo lleno, de piel muy transparente, con las venas trazadas como un segundo esqueleto, de vidrio, dibujado detrás de la tersura blanca.
- ... invité a tu prima Sandrita y fui a buscarla con el coche pero nos entretuvimos con el niño recién nacido. Está precioso. Ella está muy sentida porque ni siquiera has llamado a felicitarla. Un telefonazo no te costaría nada, Elenita ...
... y el escote negro abierto sobre los senos altos y apretados como un nuevo animal capturado en un nuevo continentes ...
- ... después de todo, somos de la familia. No puedes negar tu sangre. Quisiera que tú y Víctor fueran al bautizo. Es el sábado entrante. La ayudé a escoger los ceniceritos que van a regalarle a los invitados. Vieras que se nos fue el tiempo platicando y los boletos se quedaron sin usar.
Levanté la mirada. Doña Elena me miraba. Bajó en seguida los párpados y dijo que tomaríamos el café en la sala. Don José se excusó y se fue a la biblioteca, donde tiene esa rocola eléctrica que toca sus discos favoritos a cambio de un falso veinte introducido por la ranura. Nos sentamos a tomar el café y a lo lejos el jukebox emitió un glu-glu y empezó a tocar Nosotros mientras doña Elena encendía el aparato de televisión, pero dejándolo sin sonido, como lo indicó llevándose un dedo a los labios. Vimos pasar las imágenes mudas de un programa de tesoro escondido, en el que un solemne maestro de ceremonias guiaba a los cinco concursantes – dos jovencitas nerviosas y risueñas peinadas como colmenas, un ama de casa muy modosa y dos hombre morenos, maduros y melancólicos – hacia el cheque escondido en el apretado estudio repleto de jarrones, libros de cartón y cajitas de música.


Elena sonrió, sentada junto a mí en la penumbra de esa sala de pisos de mármol y alcatraces de plástico. No sé de dónde sacó ese apodo ni qué tiene que ver conmigo, pero ahora empezó a hacer juegos de palabras con él mientras me acariciaba la mano :
- Nibelungo. Ni Ve Lungo. Nibble Hongo. Niebla lunga.
Los personajes grises, rayados, ondulantes buscaban un tesoro ante nuestra vista y Elena, acurrucada, dejó caer los zapatos sobre la alfombra y bostezó mientras doña Elena me miraba, interrogante, en la oscuridad, con esos ojos negros muy abiertos y rodeados de ojeras profundas. Cruzó una pierna y se arregló la falda sobre las rodillas. Desde la biblioteca nos llegaban los murmullos del bolero: nosotros, que tanto nos quisimos y, quizás, algún gruñido del sopor digestivo de Don José. Doña Elena dejó de mirarme para fijar sus grandes ojos negros en los eucaliptos agitados detrás del ventanal. Seguí su nueva mirada. Elena bostezaba y ronroneaba, recostada sobre mis rodillas. Le acaricié la nuca. A nuestras espaldas, la barranca que cruza como una herida salvaje las Lomas de Chapultepec parecía guardar un fondo de luz secretamente subrayado por la noche móvil que doblaba la espina de los árboles y despeinaba sus cabelleras pálidas.
- ¿Recuerdas Veracruz? – dijo, sonriendo, la madre a la hija; pero doña Elena me miraba a mí. Elena asintió con un murmullo, adormilada sobre mis piernas, y yo contesté: - Sí. Hemos ido muchas veces juntos.
- ¿Le gusta? – Doña Elena alargó la mano y la dejó caer sobre el regazo.
- Mucho – le dije -. Dicen que es la última ciudad mediterránea. Me gusta la comida. Me gusta la gente.

Me gusta sentarme horas en los portales y comer molletes y tomar café.
- Yo soy de allí – dijo la señora; por primera vez noté sus hoyuelos.
- Sí. Ya lo sé.
- Pero hasta he perdido el acento – rió, mostrando las encías - . Me casé de veintidós años. Y en cuanto vive una en México pierde el acento jarocho. Usted ya me conoció, pues madurita.
- Todos dicen que usted y Elena parecen hermanas.
Los labios eran delgados pero agresivos: - No. Es que ahora recordaba las noches de tormenta en el Golfo. Como que el sol no quiere perderse, ¿sabe usted?, y se mezcla con la tormenta y todo queda bañado por una luz muy verde, muy pálida, y una se sofoca detrás de los batientes esperando que pase el agua. La lluvia no refresca en el trópico. No más hace más calor. Y no sé por qué los criados tenían que cerrar los batientes cada vez que venía una tormenta. Tan bonito que hubiera sido dejarla pasar con las ventanas muy abiertas.
Encendí un cigarrillo: - Sí, se levantan olores muy espesos. La tierra se desprende de sus perfumes de tabaco, de café, de pulpa...
- También las recámaras. – Doña Elena cerró los ojos.
- ¿Cómo?
- Entonces no había closets. – Se pasó la mano por las ligeras arrugas cercanas a los ojos -. En cada cuarto había un ropero y las criadas tenían la costumbre de colocar hojas de laurel y orégano entre la ropa. Además, el sol nunca secaba bien algunos rincones. Olía a moho, ¿cómo le diré?, a musgo ...

- Sí, me imagino. Yo nunca he vivido en el trópico. ¿Lo echa usted de menos?
Y ahora se frotó las muñecas, una contra otra, y mostró las venas saltonas de las manos: - A veces. Me cuesta trabajo acordarme. Figúrese, me casé de dieciocho años y ya me consideraban quedada.
- ¿Y todo esto se lo recordó esa extraña luz que ha permanecido en el fondo de la barranca?
La mujer se levantó. – Sí. Son los spots que José mandó poner la semana pasada. Se ven bonitos, ¿no es cierto?
- Creo que Elena se ha dormido.
Le hice cosquillas en la nariz y Elena despertó y regresamos en el MG a Coyoacán.
- Perdona esas latas de los domingos – dijo Elena cuando yo salía de la obra a mañana siguiente -. Qué remedio. Alguna liga debía quedarnos con la familia y la vida burguesa, aunque sea por necesidad de contraste.
- ¿Qué vas a hacer hoy? – le pregunté mientras enrollaba mis planos y tomaba mi portafolio.
Elena mordió un higo y se cruzó de brazos y le sacó la lengua a un Cristo bizco que encontramos una vez en Guanajuato. – Voy a pintar toda la mañana. Luego voy a comer con Alejandro para mostrarle mis últimas cosas. En su estudio. Sí, ya lo terminó. Aquí en el Olivar de los Padres. En la tarde iré a la clase de francés. Quizás me tome un café y luego te espero en el cine-club. Dan un western mitológico: High Noon. Mañana quedé en verme con esos chicos negros. Son de los Black Muslims y estoy temblando por saber qué piensan en realidad. ¿Te das cuenta que sólo sabemos de eso por los periódicos?

¿Tú has hablado alguna vez con un negro norteamericano, nibelungo? Mañana en la tarde no te atrevas a molestarme. Me voy a encerrar a leerme Nerval de cabo a rabo. Ni crea Juan que vuelve a apantallarme con el soleil noir de la mélancolie y llamándose a sí mismo el viudo y el desconsolado. Ya lo caché y le voy a dar un baño mañana en la noche. Sí, va a “tirar” una fiesta de disfraces. Tenemos que ir vestidos de murales mexicanos. Más vale asimilar eso de una vez. Cómprame unos alcatraces, Víctor nibelunguito, y si quieres vístete de cruel conquistador Alvarado que marcaba con hierros candentes a las indias antes de poseerlas – Oh Sade, where is thy whip? Ah, y el miércoles toca Miles Davies en Bellas Artes. Es un poco passé, pero de todos modos me alborota el hormonamen. Compra boletos. Chao, amor.
Me besó la nuca y no pude abrazarla por los rollos de proyectos que traía entre manos, pero arranqué con el auto con el aroma del higo en el cuello y la imagen de Elena con mi camisa puesta, desabotonada y amarrada a la altura del ombligo y sus estrechos pantalones de torero y los pies descalzos, disponiéndose a ... ¿iba a leer un poema o a pintar un cuadro? Pensé que pronto tendríamos que salir juntos de viaje. Eso nos acercaba más que nada. Llegué al periférico. No sé por qué, en vez de cruzar el puente de Altavista hacia el Desierto de los Leones, entré al anillo y aceleré. Sí, a veces lo hago. Quiero estar solo y correr y reírme cuando alguien me la refresca. Y, quizás, guardar durante media hora la imagen de Elena al despedirme, su naturalidad, su piel dorada, sus ojos verdes, sus infinitos proyectos, y pensar que soy muy feliz a su lado, que nadie puede ser más feliz al lado de una mujer tan vivaz, tan moderna, que ... que me ... que me complementa tanto.

Paso al lado de una fundidora de vidrio, de una iglesia barroca, de una montaña rusa, de un bosque de ahuehuetes. ¿Dónde he escuchado esa palabrita? Complementar. Giro alrededor de la fuente de Petróleos y subo por el Paseo de la Reforma. Todos los automóviles descienden al centro de la ciudad, que reverbera al fondo detrás de un velo impalpable y sofocante. Yo asciendo a las Lomas de Chapultepec, donde a estas horas sólo quedan los criados y las señoras, donde los maridos se han ido al trabajo y los niños a la escuela y seguramente mi otra Elena, mi complemento, debe esperar en su cama tibia con los ojos negros y ojerosos muy azorados y la carne blanca y madura y honda y perfumada como la ropa en los bargueños tropicales.

La cena

La cena
Alfonso Reyes

La cena, que recrea y enamora
SAN JUAN DE LA CRUZ
Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres—no sé si en las casas, si en las glorietas—, que ostentaban a los cuatros vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron, de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados... No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.
De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.
Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, la señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:
"Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!..."
Ni una letra más.
Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: "¡Ah, si no faltara!. . . ", tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges en la calzada de algún templo egipcio.
La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.
Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.
—Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar. . . Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta habíase colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad...; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.
—¿Amalia?—pregunté.
—Sí.—Y me pareció que yo mismo me contestaba.
El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.
Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.
Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consintió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.
A la madre tocó—es de rigor—recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.
El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.
Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y—como era natural en mujeres de espíritu fuerte—súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.
Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.
Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.
Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento que se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:
—Vamos al jardín.
Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacía pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.
Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.
La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y quedéme dormido sobre el banco, bajo el emparrado.
-
—¡Pobre capitán!—oí decir cuando abrí los ojos—Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.
En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció...
—Era capitán de Artillería—me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay. Su voz temblaba.
Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero que entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y—¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire—perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín—y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.
Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.
—Espere usted—gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.
Y luego, dirigiéndose a Amalia:
—Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.
—Y bien—dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones... Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.
Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?
La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:
—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor. . . Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!
("¡Ah, si no faltara!"... "¡Le hará tanto bien!").
Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.
—Hélo aquí—me dijeron mostrándome un retrato.
Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.
El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.
Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz...¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.
Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.

(De El plano oblicuo, 1920)
Fuente: Universidad de Chile / Facultad de Ciencias Sociales

Verano

Al atardecer Florencio bajó con la nena hasta la cabaña, siguiendo el sendero lleno de baches y piedras sueltas que sólo Mariano y Zulma se animaban a franquear con el yip. Zulma les abrió la puerta, y a Florencio le pareció que tenía los ojos como si hubiera estado pelando cebollas. Mariano vino desde la otra pieza, les dijo que entraran, pero Florencio solamente quería pedirles que guardaran a la nena hasta la mañana siguiente porque tenía que ir a la costa por un asunto urgente y en el pueblo no había nadie a quien pedirle el favor. Por supuesto, dijo Zulma, déjela nomás, le pondremos una cama aquí abajo. Pase a tomar una copa, insistió Mariano, total cinco minutos, pero Florencio había dejado el auto en la plaza del pueblo y tenía que seguir viaje enseguida; les agradeció, le dio un beso a su hijita que ya había descubierto la pila de revistas en la banqueta; cuando se cerró la puerta Zulma y Mariano se miraron casi interrogativamente, como si todo hubiera sucedido demasiado pronto. Mariano se encogió de hombros y volvió a su taller donde estaba encolando un viejo sillón; Zulma le preguntó a la nena si tenía hambre, le propuso que jugara con las revistas, en la despensa había una pelota y una red para cazar mariposas; la nena dio las gracias y se puso a mirar las revistas; Zulma la observó un momento mientras preparaba los alcauciles para la noche, y pensó que podía dejarla jugar sola.
Ya atardecía temprano en el sur, apenas les quedaba un mes antes de volver a la capital, entrar en la otra vida del invierno que al fin y al cabo era una misma sobrevivencia, estar distantemente juntos, amablemente amigos, respetando y ejecutando las múltiples nimias delicadas ceremonias convencionales de la pareja, como ahora que Mariano necesitaba una de las hornallas para calentar el tarro de cola y Zulma sacaba del fuego la cacerola de papas diciendo que después terminaría de cocinarlas, y Mariano agradecía porque el sillón ya estaba casi terminado y era mejor aplicar la cola de una sola vez, pero claro, calentala nomás. La nena hojeaba las revistas en el fondo de la gran pieza que servía de cocina y comedor, Mariano le buscó unos caramelos en la despensa; era la hora de salir al jardín para tomar una copa mirando anochecer en las colinas; nunca había nadie en el sendero, la primera casa del pueblo se perfilaba apenas en lo más alto; delante de ellos la falda seguía bajando hasta el fondo del valle ya en penumbras. Serví nomás, vengo en seguida, dijo Zulma. Todo se cumplía cíclicamente, cada cosa en su hora y una hora para cada cosa, con la excepción de la nena que de golpe desajustaba levemente el esquema; un banquito y un vaso de leche para ella, una caricia en el pelo y elogios por lo bien que se portaba. Los cigarrillos, las golondrinas arracimándose sobre la cabaña; todo se iba repitiendo, encajando, el sillón ya estaría casi seco, encolado como ese nuevo día que nada tenía de nuevo. Las insignificantes diferencias eran la nena esa tarde, como a veces a mediodía el cartero los sacaba un momento de la soledad con una carta para Mariano o para Zulma que el destinatario recibía y guardaba sin decir una palabra. Un mes más de repeticiones previsibles, como ensayadas, y el yip cargado hasta el tope los devolvería al departamento de la capital, a la vida que sólo era otra en las formas, el grupo de Zulma o los amigos pintores de Mariano, las tardes de tiendas para ella y las noches en los cafés para Mariano, un ir y venir separadamente aunque siempre se encontraran para el cumplimiento de las ceremonias bisagra, el beso matinal y los programas neutrales en común, como ahora que Mariano ofrecía otra copa y Zulma aceptaba con los ojos perdidos en las colinas más lejanas, teñidas ya de un violeta profundo.
Qué te gustaría cenar, nena. A mí como usted quiera, señora. A lo mejor no le gustan los alcauciles, dijo Mariano. Sí me gustan, dijo la nena, con aceite y vinagre pero poca sal porque pica. Se rieron, le harían una vinagreta especial. Y huevos pasados por agua, qué tal. Con cucharita, dijo la nena. Y poca sal porque pica, bromeó Mariano. La sal pica muchísimo, dijo la nena, a mi muñeca le doy el puré sin sal, hoy no la traje porque mi papá estaba apurado y no me dejó. Va a hacer una linda noche, pensó Zulma en voz alta, mirá qué transparente está el aire hacia el norte. Sí, no hará demasiado calor, dijo Mariano entrando los sillones al salón de abajo, encendiendo las lámparas junto al ventanal que daba al valle. Mecánicamente encendió también la radio. Nixon viajará a Pekín, qué me contás, dijo Mariano. Ya no hay religión, dijo Zulma, y soltaron la carcajada al mismo tiempo. La nena se había dedicado a las revistas y marcaba las páginas de las tiras cómicas como si pensara leerlas dos veces.
La noche llegó entre el insecticida que Mariano pulverizaba en el dormitorio de arriba y el perfume de una cebolla que Zulma cortaba canturreando un ritmo pop de la radio. A mitad de la cena la nena empezó a adormilarse sobre su huevo pasado por agua; le hicieron bromas, la alentaron a terminar; ya Mariano le había preparado el catre con un colchón neumático en el ángulo más alejado de la cocina, de manera de no molestarla si todavía se quedaban un rato en el salón de abajo, escuchando discos o leyendo. La nena comió su durazno y admitió que tenía sueño. Acuéstese, mi amor, dijo Zulma, ya sabe que si quiere hacer pipí no tiene más que subir, le dejaremos prendida la luz de la escalera. La nena los besó en la mejilla, ya perdida de sueño, pero antes de acostarse eligió una revista y la puso debajo de la almohada. Son increíbles, dijo Mariano, qué mundo inalcanzable, y pensar que fue el nuestro, el de todos. A lo mejor no es tan diferente, dijo Zulma que destendía la mesa, vos también tenés tus manías, el frasco de agua colonia a la izquierda y la gillette a la derecha, y yo no hablemos. Pero no eran manías, pensó Mariano, más bien una respuesta a la muerte y a la nada, fijar las cosas y los tiempos, establecer ritos y pasajes contra el desorden lleno de agujeros y de manchas. Solamente que ya no lo decía en voz alta, cada vez parecía haber menos necesidad de hablar con Zulma, y Zulma tampoco decía nada que reclamara un cambio de ideas. Llevá la cafetera, ya puse las tazas en la banqueta de la chimenea. Fijate si queda azúcar en la azucarera, hay un paquete nuevo en la despensa. No encuentro el tirabuzón, esta botella de aguardiente pinta bien, no te parece. Sí, lindo color. Ya que vas a subir traéte los cigarrillos que dejé en la cómoda. De veras que es bueno este aguardiente. Hace calor, no encontrás. Sí, está pesado, mejor no abrir las ventanas, se va a llenar de mariposas y mosquitos.
Cuando Zulma oyó el primer ruido, Mariano estaba buscando en las pilas de discos una sonata de Beethoven que no había escuchado ese verano. Se quedó con la mano en el aire, miró a Zulma. Un ruido como en la escalera de piedra del jardín, pero a esa hora nadie venía a la cabaña, nadie venía nunca de noche. Desde la cocina encendió la lámpara que alumbraba la parte más cercana del jardín, no vio nada y la apagó. Un perro que anda buscando qué comer, dijo Zulma. Sonaba raro, casi como un bufido, dijo Mariano. En el ventanal chicoteó una enorme mancha blanca, Zulma gritó ahogadamente, Mariano de espaldas se volvió demasiado tarde, el vidrio reflejaba solamente los cuadros y los muebles del salón. No tuvo tiempo de preguntar, el bufido resonó cerca de la pared que daba al norte, un relincho sofocado como el grito de Zulma que tenía las manos contra la boca y se pegaba a la pared del fondo, mirando fijamente el ventanal. Es un caballo, dijo Mariano sin creerlo, suena como un caballo, oí los cascos, está galopando en el jardín. Las crines, los belfos como sangrantes, una enorme cabeza blanca rozaba el ventanal, el caballo los miró apenas, la mancha blanca se borró hacia la derecha, oyeron otra vez los cascos, un brusco silencio del lado de la escalera de piedra, el relincho, la carrera. Pero no hay caballos por aquí, dijo Mariano que había agarrado la botella de aguardiente por el gollete antes de darse cuenta y volver a ponerla sobre la banqueta. Quiere entrar, dijo Zulma pegada a la pared del fondo. Pero no, qué tontería, se habrá escapado de alguna chacra del valle y vino a la luz. Te digo que quiere entrar, está rabioso y quiere entrar. Los caballos no rabian que yo sepa, dijo Mariano, me parece que se ha ido, voy a mirar por la ventana de arriba. No, no, quédate aquí, lo oigo todavía, está en la escalera de la terraza, está pisoteando las plantas, va a volver, y si rompe el vidrio y entra. No seas sonsa, qué va a romper, dijo débilmente Mariano, a lo mejor si apagamos las luces se manda mudar. No sé, no sé, dijo Zulma resbalando hasta quedar sentada en la banqueta, oí cómo relincha, está ahí arriba. Oyeron los cascos bajando la escalera, el resoplar irritado contra la puerta, a Mariano le pareció sentir como una presión en la puerta, un roce repetido, y Zulma corrió hacia él gritando histéricamente. La rechazó sin violencia, tendió la mano hacia el interruptor; en la penumbra (quedaba la luz de la cocina donde dormía la nena) el relincho y los cascos se hicieron más fuertes, pero el caballo ya no estaba delante de la puerta, se lo oía ir y venir en el jardín. Mariano corrió a apagar la luz de la cocina, sin siquiera mirar hacia el rincón donde habían acostado a la nena; volvió para abrazar a Zulma que sollozaba, le acarició el pelo y la cara, pidiéndole que se callara para poder escuchar mejor. En el ventanal, la cabeza del caballo se frotó contra el gran vidrio, sin demasiada fuerza, la mancha blanca parecía transparente en la oscuridad; sintieron que el caballo miraba al interior como buscando algo, pero ya no podía verlos y sin embargo seguía ahí, relinchando y resoplando, con bruscas sacudidas a un lado y otro. El cuerpo de Zulma resbaló entre los brazos de Mariano, que la ayudó a sentarse otra vez en la banqueta, apoyándola contra la pared. No te muevas, no digas nada, ahora se va a ir, verás. Quiere entrar, dijo débilmente Zulma, sé que quiere entrar y si rompe la ventana, qué va a pasar si la rompe a patadas. Sh, dijo Mariano, callate por favor. Va a entrar, murmuró Zulma. Yo no tengo ni una escopeta, dijo Mariano, le metería cinco balas en la cabeza, hijo de puta. Ya no está ahí, dijo Zulma levantándose bruscamente, lo oigo arriba, si ve la puerta de la terraza es capaz de entrar. Está bien cerrada, no tengas miedo, pensá que en la oscuridad no va a entrar en una casa donde ni siquiera podría moverse, no es tan idiota. Oh sí, dijo Zulma, quiere entrar, va a aplastarnos contra las paredes, sé que quiere entrar. Sh, repitió Mariano que también lo pensaba, que no podía hacer otra cosa que esperar con la espalda empapada de sudor frío. Una vez más los cascos resonaron en las lajas de la escalera, y de golpe el silencio, los grillos lejanos, un pájaro en el nogal de lo alto.
Sin encender la luz, ahora que el ventanal dejaba entrar la vaga claridad de la noche, Mariano llenó una copa de aguardiente y la sostuvo contra los labios de Zulma, obligándola a beber aunque los dientes chocaban contra la copa y el alcohol se derramaba en la blusa; después, del gollete, bebió un largo trago y fue hasta la cocina para mirar a la nena. Con las manos bajo la almohada como si sujetara la preciosa revista, dormía increíblemente y no había escuchado nada, apenas parecía estar ahí mientras en el salón el llanto de Zulma se cortaba cada tanto en un hipo ahogado, casi un grito. Ya pasó, ya pasó, dijo Mariano sentándose contra ella y sacudiéndola suavemente, no fue más que un susto. Va a volver, dijo Zulma con los ojos clavados en el ventanal. No, ya andará lejos, seguro que se escapó de alguna tropilla de allá abajo. Ningún caballo hace eso, dijo Zulma, ningún caballo quiere entrar así en una casa. Admito que es raro, dijo Mariano, mejor echemos un vistazo afuera, aquí tengo la linterna. Pero Zulma se había apretado contra la pared, la idea de abrir la puerta, de salir hacia la sombra blanca que podía estar cerca, esperando bajo los árboles, pronta a cargar. Mirá, si no nos aseguramos que se ha ido nadie va a dormir esta noche, dijo Mariano. Démosle un poco más de tiempo, entre tanto vos te acostás y te doy tu calmante; dosis extra, pobrecita, te la has ganado de sobra.
Zulma acabó por aceptar, pasivamente; sin encender las luces fueron hasta la escalera y Mariano mostró con la mano a la nena dormida, pero Zulma apenas la miró, subía la escalera trastabillando, Mariano tuvo que sujetarla al entrar en el dormitorio porque estaba a punto de golpearse en el marco de la puerta. Desde la ventana que daba sobre el alero miraron la escalera de piedra, la terraza más alta del jardín. Se ha ido, ves, dijo Mariano arreglando la almohada de Zulma, viéndola desvestirse con gestos mecánicos, la mirada fija en la ventana. Le hizo beber las gotas, le pasó agua colonia por el cuello y las manos, alzó suavemente la sábana hasta los hombros de Zulma que había cerrado los ojos y temblaba. Le secó las mejillas, esperó un momento y bajó a buscar la linterna; llevándola apagada en una mano y con un hacha en la otra, entornó poco a poco la puerta del salón y salió a la terraza inferior desde donde podía abarcar todo el lado de la casa que daba hacia el este; la noche era idéntica a tantas otras del verano, los grillos chirriaban lejos, una rana dejaba caer dos gotas alternadas de sonido. Sin necesidad de la linterna Mariano vio la mata de lilas pisoteada, las enormes huellas en el cantero de pensamientos, la maceta tumbada al pie de la escalera; no era una alucinación, entonces, y desde luego valía más que no lo fuera; por la mañana iría con Florencio a averiguar en las chacras del valle, no se la iban a llevar de arriba tan fácilmente. Antes de entrar enderezó la maceta, fue hasta los primeros árboles y escuchó largamente los grillos y la rana; cuando miró hacia la casa, Zulma estaba en la ventana del dormitorio, desnuda, inmóvil.
La nena no se había movido, Mariano subió sin hacer ruido y se puso a fumar al lado de Zulma. Ya ves, se ha ido, podemos dormir tranquilos, mañana veremos. Poco a poco la fue llevando hasta la cama, se desvistió, se tendió boca arriba, siempre fumando. Dormí, todo va bien, no fue más que un susto absurdo. Le pasó la mano por el pelo, los dedos resbalaron hasta el hombro, rozaron los senos. Zulma se volvió de lado, dándole la espalda, sin hablar; también eso era como tantas otras noches del verano.
Dormir tenía que ser difícil, pero Mariano se durmió bruscamente apenas había apagado el cigarrillo; la ventana seguía abierta y seguramente entrarían mosquitos, pero el sueño vino antes, sin imágenes, la nada total de la que salió en algún momento despedido por un pánico indecible, la presión de los dedos de Zulma en un hombro, el jadeo. Casi antes de comprender ya estaba escuchando la noche, el perfecto silencio puntuado por los grillos. Dormí, Zulma, no hay nada, habrás soñado. Obstinándose en que asintiera, que volviera a tenderse dándole la espalda ahora que de golpe había retirado la mano y estaba sentada, rígida, mirando hacia la puerta cerrada. Se levantó al mismo tiempo que Zulma, incapaz de impedirle que abriera la puerta y fuera hasta el nacimiento de la escalera, pegado a ella y preguntándose vagamente si no haría mejor en cachetearla, traerla a la fuerza hasta la cama, dominar por fin tanta lejanía petrificada. En la mitad de la escalera Zulma se detuvo, tomándose de la barandilla. ¿Vos sabes por qué está ahí la nena? Con una voz que debía pertenecer todavía a la pesadilla. ¿La nena? Otros dos peldaños, ya casi en el codo que se abría sobre la cocina. Zulma, por favor. Y la voz quebrada, casi en falsete, está ahí para dejarlo entrar, te digo que lo va a dejar entrar. Zulma, no me obligues a hacer una idiotez. Y la voz como triunfante, subiendo todavía más de tono, mirá, pero mirá si no me crees, la cama vacía, la revista en el suelo. De un empellón Mariano se adelantó a Zulma, saltó hasta el interruptor. La nena los miró, su piyama rosa contra la puerta que daba al salón, la cara adormilada. Qué haces levantada a esta hora, dijo Mariano envolviéndose la cintura con un repasador. La nena miraba a Zulma desnuda, entre dormida y avergonzada la miraba como queriendo volverse a la cama, al borde del llanto. Me levanté para hacer pipí, dijo. Y saliste al jardín cuando te habíamos dicho que subieras al baño. La nena empezó a hacer pucheros, las manos cómicamente perdidas en los bolsillos del piyama. No es nada, volvete a la cama, dijo Mariano acariciándole el pelo. La arropó, le puso la revista debajo de la almohada; la nena se volvió contra la pared, un dedo en la boca como para consolarse. Subí, dijo Mariano, ya ves que no pasa nada, no te quedes ahí como una sonámbula. La vio dar dos pasos hacia la puerta del salón, se le cruzó en el camino, ya estaba bien así, qué diablos. Pero no te das cuenta de que le ha abierto la puerta, dijo Zulma con esa voz que no era la suya. Déjate de tonterías, Zulma. Andá a ver si no es cierto, o déjame ir a mí. La mano de Mariano se cerró en el antebrazo que temblaba. Subí ahora mismo, empujándola hasta llevarla al pie de la escalera, mirando al pasar a la nena que no se había movido, que ya debía dormir. En el primer peldaño Zulma gritó y quiso escapar, pero la escalera era estrecha y Mariano la empujaba con todo el cuerpo, el repasador se desciñó y cayó al pie de la escalera, sujetándola por los hombros y tironeándola hacia arriba la llevó hasta el rellano, la lanzó hacia el dormitorio, cerrando la puerta tras él. Lo va a dejar entrar, repetía Zulma, la puerta está abierta y va a entrar. Acostate, dijo Mariano. Te digo que la puerta está abierta. No importa, dijo Mariano, que entre si quiere, ahora me importa un carajo que entre o no entre. Atrapó las manos de Zulma que buscaban rechazarlo, la empujó de espaldas contra la cama, cayeron juntos, Zulma sollozando y suplicando, imposibilitada de moverse bajo el peso de un cuerpo que la ceñía cada vez más, que la plegaba a una voluntad murmurada boca a boca, rabiosamente, entre lágrimas y obscenidades. No quiero, no quiero, no quiero nunca más, no quiero, pero ya demasiado tarde, su fuerza y su orgullo cediendo a ese peso arrasador que la devolvía al pasado imposible, a los veranos sin cartas y sin caballos. En algún momento —empezaba a clarear— Mariano se vistió en silencio, bajó a la cocina; la nena dormía con el dedo en la boca, la puerta del salón estaba abierta. Zulma había tenido razón, la nena había abierto la puerta pero el caballo no había entrado en la casa. A menos que sí, lo pensó encendiendo el primer cigarrillo y mirando el filo azul de las colinas, a menos que también en eso Zulma tuviera razón y que el caballo hubiera entrado en la casa, pero cómo saberlo si no lo habían escuchado, si todo estaba en orden, si el reloj seguiría midiendo la mañana y después que Florencio viniera a buscar a la nena a lo mejor hacia las doce llegaría el cartero silbando desde lejos, dejándoles sobre la mesa del jardín las cartas que él o Zulma tomarían sin decir nada, un rato antes de decidir de común acuerdo lo que convenía preparar para el almuerzo.


Julio cortázar

lunes, 1 de febrero de 2010

El álbum

La vi desde la puerta del diario, apoyado en la pared, bajo la chapa con el nombre de mi abuelo, Agustín Malabia, fundador. Había venido a traer un artículo sobre la cosecha o la limpieza de las calles de Santa María, una de esas irresistibles tonterías que mi padre llama editoriales y que una vez impresas quedan macizas, apenas ventiladas por cifras, pesando sensiblemente en la tercera página, siempre arriba y a la izquierda.
Era un domingo a la tarde, húmedo y caluroso en el principio del invierno. Ella venía del puerto o de la ciudad con la valija liviana de avión, envuelta en un abrigo de pieles que debía sofocarla, paso a paso contra las paredes brillosas, contra el cielo acuoso y amarillento, un poco rígida, desolada, como si me la fueran acercando el atardecer, el río, el vals resoplado en la plaza por la banda, las muchachas que giraban emparejadas alrededor de los árboles pelados.
Ahora caminaba por el costado del Berna, más joven, más pequeña dentro del abrigo desprendido, con una curiosa agilidad de los pies que no era transmitida a las piernas, que no alteraba su dureza de estatua de pueblo.
Vásquez, el de la reventa, llegó por el corredor y se puso a mi lado, viéndome mirar, limpiándose las uñas con un cortaplumas, también prestigiado, indistintamente, por las dos palabras del nombre de mi abuelo. Encendí la pipa, esperando el momento de moverme para cruzar en diagonal la calle, rozar tal vez a la mujer, enterarme con certeza de su edad y meterme con un portazo en el automóvil, el nuevo, que mi padre me había dejado traer. Pero ella se detuvo en la esquina, ocultando con la cabeza, con la punta del gorro de lana, la jarra desteñida que alzaba en el cartel de la cervecería un gringo abigotado. Se detuvo con las rodillas juntas, sin propósito de hacerlo, simplemente porque acababa de morir el impulso que la había remolcado calle arriba.
—Debe estar un poco loca de la cabeza —dijo Vás-quez—. Hace una semana que está en el hotel, el Plaza; vino sola, dicen que cargada de baúles. Pero toda la mañana y la tarde se las pasa con esa valijita ida y vuelta por el muelle, a toda hora, a las horas en que no llegan ni salen balsas ni lanchas.
—Es fea, debe tener sus añitos —dije, y bostecé. —Según se mire, Jorgito —dictaminó con suavidad—. Más de uno se tiraría su lance —me tocó el hombro en despedida y cruzó diagonalmente, casi como yo proyectaba hacerlo, gris y pequeño, con el andar heredado de su amigo Junta, tratando de apoyar sobre el asfalto fangoso la rotundidad de un peso que no tenía. Pasó muy cerca de la mujer en la esquina del Berna, sin mover el cuello para mirarla, y entró en el negocio.
Yo sabía que no era para mí —y tal vez por nadie, ni siquiera por ella misma— que la mujer se había sosegado en la vereda, inmóvil y ocre en el centro de la tarde de domingo, agregada pasivamente al calor, a la humedad, a la nostalgia sin objeto. Pero me mantuve sin moverme, sin dejar de mirarla, hasta que la pipa estertoró vacía exactamente en el momento en que ella tuvo que adelantar un pie y descender, continuar avanzando en dirección al hotel por el desierto de la bocacalle que nos había separado y reunido, a pasos cortos y fáciles, con los que sólo se proponía marcar el transcurso del tiempo, atravesando desasida el temblor del bombo, la osadía del clarinete, el principio de la noche y los olores débiles, reticentes, de sus anticipaciones de la muerte. o Al día siguiente, de mañana, pensé que Vásquez había mentido o exagerado, o que la mujer ya no estaba en Santa María. Me vine a la ciudad en el primer ómnibus para hacerle cambiar las cuerdas a la raqueta, convencí a Hans de que era capaz de morir antes de divulgar que me había cortado el pelo un lunes de mañana, con la puerta de la peluquería cerrada, cuchicheando él y yo entre brillos de metales y espejos en la penumbra, compré tabaco para la pipa y caminé hasta el puerto.
La mujer no estaba ni vino, la balsa llegó con poca gente, con bolsas de trigo o maíz, con un colectivo despintado y viejo. Fumé paseando y después sentado en el muelle, las piernas colgadas sobre el agua. A veces, con sólo el perfil, espiaba el movimiento en los adoquines y en el portón del edificio rojo de la aduana; no supe qué era preferible estar haciendo o pensando cuando la mujer y la pequeña valija, y acaso nuevamente el abrigo de pieles, el gorro de lana, se acercaran para sorprenderme de espaldas. La balsa dio un bocinazo y se apartó del muelle a la una en punto. Todavía esperé, hambriento, asqueado de la pipa. Las bolsas y el colectivo habían quedado en el muelle; mi padre escribía un editorial sobre "¿Necesitamos importar trigo?” (Las hasta ayer tradicional-mente tierras feraces de Santa María) o sobre "Valiosa contribución a los transportes provinciales” (La labor progresiva emprendida en forma decidida por nuestra comuna).
Casi apoyada en el horizonte, diminuta, la balsa se había inmovilizado. Empecé a subir hacia la ciudad. Ya no recordaba a la mujer de la valija ni sentía amor o curiosidad por aquel llamado, aquella alusión que yo le había visto situar en el aire que nos separaba, entre la esquina del Berna y la de El Liberal. Desesperado y con hambre, tragando el gusto a fósforo de la pipa, yo iba pensando: "Una medida inconsulta, aprobada en forma inexplicable por la autoridad que nos rige, acaba de autorizar la entrada de veintisiete y medio bushels de trigo por el puerto de Santa María. Con la misma independencia de criterio que hemos puesto en juego para aplaudir la obra que lleva realizada el nuevo Concejo, debemos hoy alzar condenatoria nuestra voz insospechable”.
Desde La Nueva Italia llamé a mamá y le dije que comería en la ciudad para poder llegar a hora al colegio. Estaba seguro de que la mujer había sido rechazada o disuelta por la imbecilidad de Santa María simbolizada con exactitud por los artículos de mi padre: "Una verdadera afrenta, no trepidamos en decirlo, hecha por los señores concejales a los austeros y abnegados laborantes de las colonias circunvecinas que han fecundado con su sudor generación tras generación la envidiable riqueza de que disfrutamos”.
Cuando salimos de clase, Tito se empeñó en que tomáramos un vermouth en el Universal (no quiso ir al Plaza por miedo de encontrarse con su padre) y en hacerme creer una historia de amor con su prima segunda, la maestra; insistió en detalles plausibles, contestó con habilidad mis preguntas, era claro que había estado preparando con tiempo la confidencia. Me puse serio, me puse triste, me indigné:
—Mira —le dije, buscándole encarnizado los ojos—, tenes que casarte con ella. No hay excusas; aunque tu prima no quiera. Si es verdad lo que me dijiste, tenes que casarte. A pesar de todo; aunque la pobre tiene los tobillos gruesos como muslos, aunque frunce la boca como una vieja soltera.
Tito empezó a sonreír y a sacudir la cabeza, y estaba por decirme que todo era broma cuando me levanté y lo hice enrojecer de miedo, de duda.
—No quiero ni puedo verte hasta que te hayas comprometido. Paga porque invitaste.
Sólo me arrepentí durante tres pasos, cruzando la vereda del café, mientras escondía los cuadernos y el libro de inglés en el bolsillo del impermeable. Gordito, sonrosado, presuntuoso, servil, tal vez ahora con los ojos húmedos, idiota, mi amigo. El tiempo continuaba húmedo, tibio en las aberturas de las esquinas, indeciso en la sombra de los patios, cálido a las dos cuadras de marcha. Mientras bajaba hacia el puerto me sentí feliz contra toda mi voluntad, me puse a canturrear la marcha innominada que corona las retretas de la plaza, supuse un olor de jazmines, recordé un verano ya muy antiguo en que las quintas lanzaron toneladas de jazmines contra la ciudad, y descubrí, entreparándome, que ya tenía un pasado.
La vi desde la altura enjardinada de la rambla: la silueta creciendo al otro lado del malecón, a medida que ella avanzaba hacia la bruma del agua, mostrando y confundiendo la valija y el abrigo de invierno. Fue y vino mientras yo fumaba la pipa; a veces se detenía sobre las grandes losas del muelle, junto a la orilla, mirando la niebla y el pedazo lejano, despejado, que contenía las ruinas rosadas del palacio de Lato-rre; pero yo estaba seguro de que no esperaba nada, me sentía. Las lanchas atracaban y volvían a internarse en el río; pero ella no movía la cabeza para localizar las bocinas, no espiaba los grupos borrosos de pasajeros. Estaba allí pequeña y dura, mirando la gran nube blancuzca apoyada en las olas, inventando sorpresas, aproximaciones. Empezaba a oscurecer y a refrescar cuando se cansó y dio media vuelta, observando si todo quedaba en orden antes de cruzar rectamente el muelle.
La seguí hasta el hotel, creyendo que ella —sin volverse, sin mirarme— sentía mi presencia media cuadra atrás, y que yo le era útil, le ayudaba a subir las calles, a vivir. Caminaba dormida, sin enterarse, como lo había hecho la tarde anterior por el costado del Berna y por el costado del domingo y de la música añorante que dirigía Fitipaldi en la plaza sin más ayuda que el vaivén de sus ojos furiosos. Pero ahora la vi detenerse en cada vidriera de las dos cuadras de alrededor de la plaza: miraba, el hombro derecho contra el vidrio, torciendo apenas la cabeza, gastando exactamente medio minuto en cada una, el perfil indiferente en la agresividad de las luces que iban encendiendo, despreocupada de que le mostraran enaguas, paquetes de yerba, cañas de pescar, repuestos de tractores.
Por fin entró en el Plaza; yo continué andando hasta el club, puse tabaco en la pipa, miré la niebla que un viento frío comenzaba a desgarrar, justamente sobre la plaza, y volví. Estaba sentada en un taburete del mostrador, frente a una copa diminuta que miraba sin tocar, las dos manos protegiendo la valija que había acomodado en la falda. Me senté contra una ventana, lejos del mostrador, y me puse a revisar los cuadernos de apuntes. Ella continuaba quieta, recogida, hipnotizada por el punto de oro de la copa. Tal vez me viera por el espejo, tal vez me haya estado viendo desde que llegué al puerto con la pipa entre los dientes y un pasado recién descubierto.
Leí en el cuaderno: Why, thou wert better in thy grave that to answer with by uncovered body this extremity of the skies. Y era cierto que ella me veía por el espejo, porque cuando alcé los ojos no tuvo necesidad de volver la cabeza antes de sujetar la copita con los dedos, bajarse del taburete y venir por un camino recto que construyó milagrosamente entre las mesas, sosteniendo el líquido intacto contra el pecho, la valija separada sin esfuerzo del invisible juego de las rodillas.
Se sentó y puso la copa exactamente en el centro de la mesa; y como el mozo no me había atendido, nadie podía saber si era suya o mía. La estuvo mirando con los ojos bajos y yo empecé a conocer su cara, a llenarme de aprensiones mientras escondía el cuaderno de inglés. Estuvo, con su gorro de lana —a franjas, viejo, mal tejido— inclinado sin gracia contra una oreja, tranquila y seria, como si meditara antes de resolverse -para siempre, como si fuera imprescindible que las cosas se iniciaran con una parodia de meditación. Supe que lo único que verdaderamente importaba en su cuerpo —a pesar de mi hambre, del hambre de Tito, de voraces hambres cobardes de los amigos— era su cari 'redonda, oscura, joven y gastada, los párpados torcidos hacia . los pómulos, la gran boca raída. Después bebió el contenido de la copa de un trago, mirándome, y ya me estaba sonriendo cuando la dejó en la mesa: una constante sonrisa furiosa, a la vez desvalida y posesiva como una mirada, como si me mirara también con los dientes, con la adelgazada línea roja, el vello y las arrugas que los rodeaban.
—¿Te puedo tutear? —dijo—. Hace muchos años nos citamos para esta tarde. ¿Es verdad? No importa cuándo, porque ya ves que no pudimos olvidarlo y aquí estamos, puntuales.
La cara y además la voz. Cuando vino el mozo ella pidió otra copa y yo no quise nada; me puse a trabajar en la pipa, ruborizado, abandonándome, seguro de que ella no se burlaba, de que eran innecesarias las explicaciones. La cara, siempre, y aquella voz que actuaba como sus pies, libre e ignorada, persuasiva, sin recurrir a las pausas.
Pero todo esto es un prólogo, porque la verdadera historia sólo empezó una semana después. También es prólogo mi visita a Díaz Grey, el médico, para conseguir que me presentara al viajante de un laboratorio que se había establecido, con media docena de valijas llenas de muestras de drogas, en el primer piso del hotel, en el mismo corredor del hotel donde estaba la habitación de la mujer; y mi entrevista con el viajante, y cómo su reposado cinismo, su arremangada camisa de seda, su pequeña boca húmeda humillaron sin dolor, un mediodía, en su cuarto en desorden, las frases aprendidas de memoria que traté de repetir con indolencia. Antes de decirme que sí se estuvo riendo, casi sin ruido, en calcetines, tirado en la cama, chupando un cigarro, contándome recuerdos sucios. Bajamos juntos y explicó al gerente que yo iría todas las tardes a su habitación para ayudarlo a copiar a máquina unos informes; "Déle una llave”; me apretó la mano con fuerza, serio, como a un hombre de su edad, con un extraño orgullo en los ojos pequeños y felices.
No quise inventar otra mentira para mis padres; repetí el cuento de los informes a máquinas que me había encargado el viajante, despreocupándome del dinero que tendría que cobrar y mostrar. Todas las tardes, en cuanto terminaban las clases —y a veces antes, cuando me era posible escapar— entraba en el hotel, saludaba con una sonrisa a quien estuviera de turno atrás de la caja registradora y subía por el ascensor o la escalera. El viajante —Ernesto Maynard decían las chapitas de los muestrarios— estaba recorriendo las farmacias de la costa; durante los primeros días gasté mucho tiempo en examinar los tubos y los frascos, en leer las promesas y las órdenes de los prospectos en papel de seda, subyugado por su estilo impersonal, a veces oscuro, mesuradamente optimista. Arrimado a la puerta, escuchaba después el silencio del corredor, los ruidos del bar y la ciudad. Sucedió.
La mujer fingía siempre estar dormida y despertaba con un pequeño sobresalto, con cambiantes nombres masculinos, deslumbrada por los restos de un sueño que ni mi presencia ni ninguna realidad podrían compensar. Yo estaba hambriento y mi hambre se renovaba y me era imposible imaginarme sin ella. Sin embargo, la satisfacción de este hambre, con todas sus pensadas o inevitables complicaciones, se convirtió muy pronto, para la mujer y para mí, en un precio que necesitábamos pagar.
La verdadera historia empezó un anochecer helado, cuando oíamos llover y cada uno estaba inmóvil y encogido, olvidado del otro. Había una barra estrecha de luz amarilla en la puerta del baño y yo reconstruía la soledad de los faroles en la plaza y en la rambla, los hilos perpendiculares de la lluvia sin viento. La historia empezó cuando ella dijo de pronto, sin moverse, cuando la voz trepó y estuvo en la penumbra, medio metro encima de nosotros:
—Qué importa que esté lloviendo, aunque llueva así cien años esto no es lluvia. Agua que cae, pero no lluvia.
Había estado, también antes, la gran sonrisa invisible de la mujer, y es cierto que ella no habló hasta que la sonrisa estuvo totalmente formada y le ocupó la cara.
—Nada más que agua que cae y la gente tiene que darle un nombre. Así que en este pueblucho o ciudad le llaman lluvia al agua que cae; pero es mentira.
No pude sospechar, ni siquiera cuando llegó la palabra Escocia, qué era lo que se estaba iniciando: la voz caía suave ininterrumpida encima de mi cara. Me explicó que sólo es lluvia la que cae sin utilidad ni sentido.
—El castillo estaba en Aberdeen y era tan viejo que el viento andaba por los corredores, los salones y las escaleras. Había más viento allí que en la noche de afuera. Y la lluvia que nos había amontonado durante dos días contra la chimenea alta como un hombre, terminó por atraernos hacia las ventanas rotas. Así que no hablábamos, estábamos desde la mañana a la noche rodeando el salón, la nariz de cada uno contra el vidrio de una ventana, quietos como las figuras de piedra de una iglesia. Hasta que al tercer día, creo, Mac Gre-gor anunció que ya no llovía, que empezaría a nevar, que los caminos iban a quedar cerrados y que cada uno era dueño de pensar que esto resultaba mejor o peor que la lluvia.
Este fue el primer cuento; volvió a decirlo algunas veces, casi siempre porque yo lo pedía cuando estaba aburrido del calor de la India o del campamento de Amallan. Tal vez nadie en el mundo sepa mentir así, pensaba yo. O tal vez nadie cazó zorros hasta que ella se echó a reír, sacudiendo la cabeza, luchando sin energía con un recuerdo de desteñida vergüenza, para atar de inmediato el caballo a un árbol y esconderse con un lord o un sir o un segundón de lord en un pabellón en ruinas, revolcarse en el ineludible jergón de hojas, mientras giraba alrededor de ellos, en el paisaje cursi de esplendoroso frío que ella acababa de hacer —allí, a mi lado, sin esfuerzo, con un placer impersonal y divino—, la primera cacería de zorro que estremeció la tierra, el acordado frenesí que ella iba dirigiendo con palabras ambiciosas y marchitas: pompa, trailla, casaca, floresta, rastreador, la inútil violencia, una pequeña muerte parda.
Y en el centro de cada mentira estaba la mujer, cada cuento era ella misma, próxima a mí, indudable. Ya no me interesaba leer ni soñar, estaba seguro de que cuando hiciera los viajes que planeaba con Tito, los paisajes, las ciudades, las distancias, el mundo todo me presentaría rostros sin significado, retratos de caras ausentes, irrecuperablemente despojados de una realidad verdadera.
Estaba el hambre, siempre; pero escucharla era el vicio, más mío, más intenso, más rico. Porque nada podía compararse al deslumbrante poder que ella me había prestado, el don de vacilar entre Venecia y El Cairo unas horas antes de la entrevista, hermético, astutamente vulgar entre los doce pobres muchachos que miraban formarse palabras desconcertantes en el pizarrón y en la boca de míster Pool; nada podía sustituir los regresos anhelantes que me bastaba pedir susurrando para tenerlos, nunca iguales, alterados, perfeccionándose.
Habíamos ido de Nueva York a San Francisco —por primera vez, y lo que ella describía me desilusionó por su parecido con un aviso de bebidas en una de las revistas extranjeras que llegan al diario: una reunión en una pieza de hotel, las enormes ventanas sin cortinas abiertas sobre la ciudad de mármol bajo el sol; y la anécdota era casi un plagio de la del hotel Bolívar, en Luna—, acabábamos de "llorar de frío en la costa este y antes de que pasara un día, increíble, nos estábamos bañando en la playa”, cuando apareció el hombre.
Era ancho y bajo y yo sólo quise enterarme .de las pocas cosas que hoy siguen bastando para armarlo y sostenerlo: las cejas anchas, el cuello de la camisa brillante y rayado, una perla, el corte novedoso de las solapas. Tal vez también, aunque innecesarias, su pequeña, terca sonrisa en media luna, sus manos peludas puestas sobre la mesa como cosas traídas para exhibir y presionar y que no olvidaría al marcharse. Estaban sentados cerca del comedor, a las siete de la tarde. Ella se inclinaba sobre las copas y el cenicero, una varilla de humo le cortaba la cara; bajo las negras cejas del hombre había un plácido bochorno, la vacilación de interrumpir un elogio exaltado.
Tomé el ascensor y fui a encerrarme en el cuarto de May-nard; tirado en la cama, fumando la pipa, escuché los ruidos del corredor, leí un relato de victorias dramáticas y parciales sobre el mal de Parkinson y supe que la anemia perniciosa es una enfermedad de rubias de ojos azules. Hasta que de pronto se me ocurrió que ella podía subir acompañada por el hombre, sus pasos rápidos, ignorantes del suelo y de la meta, escoltados por tacos graves, lentos, masculinos. Bajé. Estaban en la mesa y continuaban pensando en las mismas cosas, la cara de ella hacia las cejas retintas, la del hombre hacia las manos depositadas en el mantel.
Crucé la plaza sin celos, triste y enconado, inventando presentimientos de desgracia. Doblé en Urquiza y fui hasta la ferretería. Montado en una escalera, vestido hasta los tobillos por el guardapolvo gris hierro, gris polvo, el dependiente tenía una caja de madera en las rodillas y examinaba agujeros de tuercas para enterarse de si la rosca giraba hacia la izquierda o hacia la derecha. Cuando terminaba de olerías las clasificaba.
La vieja estaba detrás del mostrador, con una pañoleta negra en los hombros, solemne, mezquina, mucho más miope que la semana anterior.
—El Tito está arriba estudiando —no contestó mi saludo, no me invitó a subir, me estuvo mirando como si sospechara que yo tenía la culpa de que su pelo gris me llenara de asco. Entonces tuve que malgastar mi sonrisa, un destello,
una especial forma del candor con dos puntos diminutos de insolencia en los ojos. Luchó un poco:
—¿Por qué no subís?
—Es un momento, gracias. Quiero pedirle un apunte.
Crucé el patio, vi detrás de una puerta a la hermana de Tito planchando; el frío estaba inmóvil, un gato negro esquivó en silencio mi patada y mi escupida. Tito escondió bajo la almohada la revista que estaba leyendo y me hizo señas de secreto y cariño antes de rebuscar en el ropero y mostrarme la botella de caña.
—Lo que sí que tengo sólo un vaso.
Estaba contento, gordito, turbado. Majestuoso, un poco melancólico, acepté con un gesto, compartí su baba, puse un codo sobre el hule devastado de la mesa, encendí la pipa con lentitud.
—Estuve leyendo otra vez el poema —dijo y alzó el vaso mugriento, adornado con flores, comprado para cepillos de dientes o infusiones de yuyos—. Y aunque vos digas, no es malo. Hay mucho humo. ¿Querés que abra la ventana?
En Santa María, cuando llega la noche, el río desaparece, va retrocediendo sin olas en la sombra como una alfombra que envolvieran; acompasadamente, el campo invade por la derecha —en ese momento estamos todos vueltos hacia el norte—, nos ocupa y ocupa el lecho del río. La soledad nocturna en el agua o a su orilla, puede ofrecer, supongo, el recuerdo, o la nada o un voluntario futuro; la noche de la llanura que se extiende puntual e indominable sólo nos permite encontrarnos con nosotros mismos, lúcidos y en presente.
—Eso no es un poema —dije con dulzura—. Le haces creer a tu padre que estás estudiando y te encerrás para leer una revista puerca que yo mismo te presté. No es un poema, es la explicación de que tuve un motivo para escribir un poema y no pude hacerlo.
—Te digo que es bueno —golpeó apenas la mesa con el puño, rebelde, emocionante.
Cuando llega la noche nos quedamos sin río y las sirenas que revibran en el puerto se transforman en mugidos de vacas perdidas y las tormentas en el agua suenan como un viento seco entre trigales, sobre montes doblados. Que cada hombre esté solo y se mire hasta pudrirse, sin memoria ni mañana; esa cara sin secretos para toda la eternidad.
—Y tu hermana se va a casar con el dependiente de la ferretería, no este año, claro, sino cuanto tu viejo no tenga más remedio que darle una habilitación. Y vos algún día te vas a poner atrás del mostrador, no para disputarle tu hermana al dependiente, como sería justo y poético, como haría yo, sino para evitar que te roben entre los dos.
Me ofreció el vaso con una sonrisa tolerante, bondadosamente cínica. Tomé un trago mientras buscaba recordar qué había venido a hacer en el altillo, junto a él, mi amigo. Acerqué un fósforo al chirrido de la pipa. Había venido para pensar, al amparo incomprensible de Tito, que yo no tenía celos del hombre de las cejas y la perla; que ella no me había mirado ni podría mirarme con aquella Enardecida necesidad de humillación que yo había entrevisto al cruzar el bar; que sólo temía, verdaderamente, perder peripecias y geografías, perder el merendero crapuloso de Ñapóles donde ella hacía el amor sobre música de mandolinas; el estudio de San Pablo donde ella ayudaba de alguna manera a un hombre trompudo y contrito a corregir la arquitectura de las zonas templadas y las cálidas. No miedo a la soledad; miedo a la pérdida de una soledad que yo había habitado con una sensación de poder, con una clase de ventura que los días no podrían ya nunca darme ni compensar.
Hubo la tarde siguiente, sin rastros del hombre, sin que ni ella ni yo aludiéramos al desencuentro del día anterior. (También era parte de mi felicidad evitar las preguntas razonables: saber por qué estaba ella en Santa María, por qué recorría el muelle con la valija.) Tal vez ella haya sido aquella tarde más protectora, más exigente, más minuciosa. Sólo es seguro que ella no estuvo, no fue nombrada, no abrazó a ningún hombre en la historia prolongada sobre el Rhin, en un barco que viajaba con mal tiempo de Maguncia a Colonia. Y las demás convicciones son dudosas: la intención de su sonrisa en la penumbra, la intensidad alarmante del frío, el amor temeroso con que ella alargaba los detalles del viaje, sus ganas de suprimir lo esencial, de confundir los significados. Sólo me dio, de todos modos, cosas que yo sabía de memoria: una balsa sobre un río, gente rubia e impávida, la siempre fallida esperanza de una catástrofe definitiva.
Y también de todos modos, mientras me vestía, me acomodaba la boina y trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo, le perdoné el fracaso, estuve trabajando en un estilo de perdón que reflejara mi turbulenta experiencia, mi hastiada madurez.
La recuerdo despeinada y conforme, dejándome marchar, ayudándome a que me fuera, despidiendo mi cuerpo flaco, mi torpeza, mis oídos.
Y así como al decirle adiós a la mujer en la tarde del viaje tempestuoso sobre el Rhin me estaba separando de mi madre, me encontré con mi padre al día siguiente, a las seis de la tarde. Estaba sentado en el mostrador del bar, vigilando la entrada con un perfil rojizo y entusiasta, seguro de que me atraparía al pasar, un poco borracho, llamándose entonces Ernesto Maynard. Sólo tuvo que mover un pulgar para atraerme.
—¿Cómo le va? —dije con mi voz más gruesa; me acomodé a su lado, puse en orden sobre mis piernas los libros y la libreta, acepté la bebida que él quiso.
Bebimos en silencio, pausados. Después él me puso una mano en el hombro, apenas, sin dominio, sin piedad. Seguiré recordándolo con amor durante años, mordiendo el habano a mi lado, apartándolo para mirar con sus ojos satisfechos y pequeños la longitud y el color de la ceniza, grueso y seguro, buscando con su grosera, simple cabeza la fórmula que no hiriera demasiado pero que contuviese a la vez aquella amargura que fortifica y enseña.
—Bueno, se mandó a mudar. Conozco toda la historia. Yo, metido en la pieza de hotel o viajando por la costa, convenciendo a médicos, dentistas, boticarios y curanderos. Puedo vender cualquier cosa, lo supe desde siempre, desde que era más chico que vos, es un don. Trabajando duro. Pero nunca se me escapó un chisme. Los adivino antes de que empiecen a formarse; todos los cuernos, todos los abortos, todas las estafas. Se fue esta mañana, o, mejor dicho, no volvió desde anoche. Dejó una carta pidiendo que le guarden el baúl, que va a volver a buscarlo y a pagar el saldo de la cuenta, unos trescientos pesos. Nada más que el baúl; y debe estar lleno de piedras, o de ropas viejas o de cuentas de otros hoteles. Yo sabía también que a las seis y cuarto ibas a llegar al hotel. Te esperé para decirte, sin vueltas, que esa mujer no vuelve más y que no importa que no vuelva. Y que no es posible que vivas como todos estos pobres tipos que compran las camisas, o se las compran las esposas, en La Moderna y eligen los trajes en el catálogo de Gath y Chaves. Esperando que les caigan mujeres y negocios, o ya no esperando nada. Tenes que disparar. Algún día, quién te dice, me vas a dar las gracias.
Le di las gracias y salí, sabiendo de verdad por primera vez que no tenía con quien estar. Aquella noche traté de rehacer el mundo, cada lugar que ella me había dado, cada fábula. Dejé de recordar su cara en cuanto hubo luz en la ventana.
Y tampoco servía pedir prestado el dinero. Fui de mañana al banco y dejé cinco pesos en mi cuenta de ahorros; fui a lo de Salem y empeñé el reloj que había heredado de mi hermano (muda y melodramática mi cuñada lo desprendió de la muñeca de mi hermano muerto). Antes de mediodía estuve plantado frente a la caja registradora del hotel, lleno de dinero, de poder, de una oscura necesidad de ofensa y desgaste. Expliqué que la mujer me había hecho llegar los trescientos pesos para rescatar el baúl; me dieron un recibo, me hicieron firmar otro: "Por Carmen Méndez”. Arreglé con Tito para que lleváramos el baúl al garaje de la ferretería cuando sus padres durmieran. Durante todo el día estuve pensando en el doctor Díaz Grey, imaginando que todo esto lo estaba haciendo por él, por el impreciso prestigio de la caballerosidad que él representaba en el pueblo, pequeño, bien vestido, desterrado, exagerando con ternura la renguera que apoyaba en el bastón.
Así que agotado y orgulloso, veinticuatro horas después que la mujer dejara Santa María, me encerré con Tito en el garaje y destapamos una botella mientras conversábamos de noches de bodas y de las repercusiones de las muertes, sentados en el baúl, golpeándolo suavemente con los tacos. Cuando la botella estuvo por la mitad y él me pidió que no habláramos del cuerpo de su hermana, rompí el candado y fuimos extrayendo ropas sucias e inservibles, sin perfumes, con olor a uso, a sudor y encierro, revistas viejas, dos libros en inglés y un álbum con tapas de cuero y las iniciales C.M. En cuclillas, envejecido, tratando de manejar la pipa con evidente soberbia, vi las fotografías en que la mujer —menos joven y más crédula a medida que iba pasando rabioso las páginas— cabalgaba en Egipto, sonreía a jugadores de golf en un prado escocés, abrazaba actrices de cine en un cabaret de California, presentía la muerte en el ventisquero del Rúan, hacía reales, infamaba cada una de las historias que me había contado, cada tarde en que la estuve queriendo y la escuché.



Juan Carlos Onetti